29 octubre 2008

Theremín

Como si una música extremadamente melancólica hubiera estado sonando en su cabeza toda la noche se levanto perezoso, triste, suicida de la cama. Nada que ver con los días anteriores en los que desbordaba buen humor como siempre. ¿Y si me tirara por la ventana? ¿Quién lloraría? ¿Quién asistiría a mi entierro? ¿Quién diría unas palabras? ¿Qué palabras?
 
No tenía ganas ni de desperezarse, ni de ir a trabajar. Nunca hay ganas de ir a trabajar, pero esta vez de verdad que no iría. La tristeza de una canción que aún en ese día no había escuchado.

Se acercó a la ventana. ¿Te tiras? Subió el estor y contemplo la calle, siniestra y lluviosa como su corazón. Todo ese día parecía reflejar su alma, su estado de ánimo.

Mirando el reloj despertador eran las once y cincuenta y nueve y el campanario del ayuntamiento cercano no tardaría en sonar. Se preparó como un deprimido concertista, con la sonrisa caída, levantando los dedos como batutas.

Y… dong… dong… dong…
 
Seguían sonando las campanas.

Vio a la vecina, esa que no conocía, que no sabía su nombre. Siempre la miraba por las mañanas cuando la encontraba en la parada del autobús. No era guapa ni especialmente atractiva, pero algo tenía que le llamaba la atención. Pero ella nunca le miraba. Sólo tenía ojos para el conductor, un veinteañero barbudo con cara de capullo.
 
Que zorras son algunas mujeres.
 
Ahora q la veía pasar deseó q se callera, incluso alzó un dedo y guiñando un ojo para apuntar se imagino que la empujaba.
 
Y se calló. Empujada por un acto ajeno a la relatividad, a la gravedad, a la causalidad y al dominio de sí misma por mantener el equilibrio. Acompañaba el accidente una de las cercanas campanadas, como si hubiera actuado la vibración acústica sobre sus talones por orden de nuestro particular director de orquesta que, ahora sí, reía como un loco, un puñetero desquiciado. ¿Se lo tenía merecido?

Decidió valerse de otra campanada para impedir que la mujer se levantara y ponerla así patas arriba, con la falda por sombrero y las bragas expuestas al indiscreto vecindario. El deprimido rió con más fuerza. Aprovechó su locura y otra campanada para desviar el autobús del barbudo que ahora llegaba y empotrarlo contra una tapia mientras se llevaba a la mujer por delante.

Desde donde estaba podía ver la cara de susto de muchos pasajeros, sangre en la cabeza del conductor y unas piernas desordenadas que asomaban delante del autobús y que correspondían, sin duda, a su amada y ahora difunta desconocida. Otra campanada y otro toque de batuta y la cabeza del barbudo se reventó contra el cristal.
 
Confusión en la calle, carcajada histérica en el cuarto.

Las campanadas de las doce terminaron, ya no había más.

El deprimido dejó de reír. Las campanadas se fueron pero la calle se llenaba de ambulancias, incluso se oían llantos en alguna parte, también gritos. Una tonada había dado paso a otra. Un estado de ánimo había dado paso al siguiente. Causa y efecto.

Su alma buceaba en una canción melancólica… y aún más. ¿Podría repetirlo con las campanadas de la una?

Había matado a dos personas. El día gris, el talante oscuro.
 
Pasó toda la mañana frente a la ventana, pensando, escuchando. Melodía melancólica, melodía triste.

Muchos ruidos, campanadas de nuevo, sirenas, gritos en la calle, el teléfono que suena, y suena, y suena, y suena, campanadas de nuevo.
 
Por temor a que un movimiento brusco se acompasara con alguna nota del ambiente se retiro suavemente de la ventana y se fue a la cocina a comer melón.

3 comentarios:

ABRAZADORDENENAS dijo...

Buen texto princesa. Es un placer pasarme por tus letrass. Felicidades por tu blog. Está muy bonito.
Un abrazo.

Infiernodeldante dijo...

Apuntado, como dije en tu otro blog. Interesante relato. Fue un gusto leerlo. Dejo un beso.

Manuel dijo...

Fíjate la que armó para comerse una tajada de melón.
Magistral.
Perdona pero ví tu casa abierta y entré.
Un abrazo.