24 junio 2010

Un libro y medio

No se molestó en vestirse, ni en limpiarse si quiera. Tenía en ese instante unos diez minutos que rapiñaba a la vida siempre que podía, antes de que su ausencia en la calle llamara la atención. Diez minutos serían unas tres páginas y media, quizá cuatro. Después debía volver a bajar.



Sacó el libro del bolso, ese día era “En el blanco” de Ken Follett, del cual ya llevaba cincuenta páginas y la única emoción que había experimentado fue con el robo de un conejo. Le gustaban los conejos.

No importa dijo en voz alta, tienes tiempo de contarme algo interesante con cuatro páginas más.

Pero las páginas pasaron y sólo había dado tiempo a unas breves disculpas y a una congregación de periodistas. Nada del otro mundo.

Se levantó de la cama y volvió a dejar el libro en el bolso. Vestirse se le hizo un poco más fatigoso que de costumbre. No le gustaba su ropa, ni siquiera la había elegido ella, era como Lirio Blanco en “El abanico de seda”, cuyos pobres ropajes le impedían sentirse segura junto a su laotong. Desde luego que ella no iba a encontrarse con su alma gemela, nada más lejos, sino que aquellos pantis morados y rotos, la camiseta apretada y la falda demasiado corta, remarcaban el cliché de prostituta hasta cotas despreciables, y con razón entendía las miradas de asco de unos y la curiosidad de otros, cual si vieran a un andrajoso y desvergonzado Oliver Twist pidiendo un poco más de sopa.

Debía darse prisa y bajar cuanto antes para hacerse notar en la calle. Hugo estaría allí, seguro que preguntándose dónde coño se había metido o interrogando a las otras chicas por si la habían visto en alguna parte. Por encima de todo no quería hacer enfadar a Hugo, que tenía el temperamento de Heathcliff y el puño ligero de Juan Pablo Castel, pero sin una pizca del toque romántico que los caracterizaba.

Aunque en aquellas habitaciones tan pequeñas la mesilla de noche, la cama y el minúsculo lavabo no daban mucho cobijo a cosas extraviadas, entendía que nunca estaba de más asegurarse de no dejar nada olvidado en algún oscuro rincón. Ese último repaso que siempre daba al sórdido cuartucho antes de salir le hacía sentir culpable y avergonzada, ya que por falta de tiempo debía resignarse a dejar la cama sin hacer, cosa que iba contra su naturaleza y le sacaba de quicio. Su madre, allá en Senegal, le había enseñado a dejar orden tras de sí.

Saludó con un gesto de cabeza a Roberta que estaba en la cocina del piso, al fondo del pasillo, y bajó las viejas escaleras hasta el portal, una pierna detrás de la otra, piel negra bajo licra morada, Justine conducida al vicio que nunca ha deseado. Salió al frío sol de la calle, a la mirada aún más fría de las madres con sus pequeños, a la fría rutina.

En la calle no podía leer, Hugo se lo había prohibido.

El día en que esto quedó claro le arrancó “Rayuela” de las manos y lo rompió ante sus narices y la mirada atónita de los viandantes. Aquel era de la biblioteca y tuvo que pagarlo. Pasó tanta vergüenza entonces, con la mirada crítica de la bibliotecaria clavándose en su alma, que no volvió a pedir prestado, sino que ahorraba, una vez tras otra, para comprar los libros que quería devorar.

Aunque sólo tenía veinte años podía entender que una prostituta leyendo en una esquina no es una prostituta. Ningún cliente se le había acercado esa mañana antes de que su señor le diera una lección en público. Los libros eran una barrera, ahora lo sabía, no sólo para su mente sino también para los de ahí fuera, los que se abstienen de preguntar por no querer molestar al que se concentra tan ávidamente. Y eso, claro está, es malo para el negocio.

Antes de llegar a España apenas sabía leer, y además le parecía una lección inútil porque casi no tenía libros a su alcance. Luego, como una Moll Flanders exiliada, con las mismas esperanzas y anhelos, llegó de lejanas tierras para triunfar. Lo que no sabía era en qué debía triunfar, pero eso ya se vería.

Fue Roberta, la dueña del hostal, quien una mañana de Navidad le hizo el mejor regalo de su vida: “Harry Potter”.

No es que el libro le gustase demasiado, pero era palpable que la sucesión de páginas, las aventuras fuera de sí misma, alejarse del mundo real… eran el narcótico perfecto para la desconsolada vida que llevaba.

Detrás de ese libro fue otro, y otro, y otro… No había podido parar desde entonces.

Por la tarde, tras una tensa espera de dos horas en las que sólo pensaba en trabajar para después tener otros diez minutos de asueto, sucedió que un cliente y sin hablar, se limitó a tocarla el culo y a hacerle un gesto con la cabeza, esto es; “vámonos de aquí chata, a un lugar más íntimo”.

Subió de nuevo las escaleras con el gordo obrero a la espalda, después veinte euros en la mesilla; diez serían para Hugo, cinco por la habitación y cinco para ella, y tras esto y un lavado de rigor, durante veinte minutos sería suya.

El tufo de las axilas del hombre era tan insoportable que el estómago se retorció en su vientre, y el sudor, diseminado en continuas gotitas que de él emanaban para caer sobre su cara, hizo que apartase la vista hacia la ventana, al edificio, al balcón de enfrente y más allá, a los mares de hierba de Fantasía, a la ciudad perdida de Al Batra, y a las agujas góticas del campanario en la catedral de Kingsbridge.

Los empujones, el sexo viscoso entrando en ella, el sonido rítmico de los muelles de la cama o el aliento fatigado del hombre resoplando en su oreja, fuuuuu… fuuuu… una y otra vez. No la perturbaba. Cada instante de su magnífica vida, única en el mundo, era algo que nada ni nadie podría repetir. Nadie querría plasmarlo en papel, ¿para qué?, ella sólo era puta, y en la prostitución estaba la rutina de la vida, nada nuevo, nada fresco. Pero ella sentía que el mundo se equivocaba y en ello radicaba su felicidad.

Su vida era una novela que sólo se escribía bajo su piel.

Al despertar era la reina Cleopatra, después la servicial Sayuri y, tras dos horas de limpiar y aguantar insultos sólo quedaba la miserable Cosette.

Todos en la casa la ridiculizaban por regalar su tiempo libre a la lectura, y las burlas fueron aún peores cuando se enteraron de que compraba los libros. Una puta no compra libros, una puta compra maquillaje, piercing, medias y ropa interior hortera dos tallas más pequeñas que la suya. Pero perder el tiempo en el arte… ¿acaso se creía ella más lista que las demás? La pequeña Matilda de Roal Dahl la habría entendido perfectamente.

El hombre terminó, igual que el anterior, y del mismo modo que todos antes que él recogió sus cosas y se fue.

La muchacha sintió como su pecho se llenaba de aire después de que aquella mole de carne humana, sucia y pestilente, se quitara de encima. Miró su cuerpo negro desnudo, lleno de las secreciones de aquel hombre y pensó que tendría que ducharse si no quería espantar con su olor a los posibles clientes que se acercasen esa tarde.

Entonces se le vino el mundo encima.

Si empleaba el tiempo en ducharse ya no tendría sus diez minutos para leer, su estímulo, aquello que la impulsaba a seguir trabajando. Le entraron ganas de llorar, de retorcerse. Hundió la cara en la almohada llena de bultos y gritó con todas sus fuerzas, gritó hasta que el sentimiento de injusticia fue vomitado al mundo.

Cuando ya no tuvo ganas ni tiempo de seguir lamentándose se sentó en la cama, con la cabeza gacha y los muslos doloridos. Entonces reparo en el billete de veinte euros que el obrero había dejado sobre la mesilla.

Una sonrisa afloró a sus gruesos labios.

Muchos dirían que venderse por veinte euros era un crimen contra uno mismo, un atentado contra la propia moral. Ella no lo veía así.

Un libro bueno cuesta algo más de veinte euros y uno de bolsillo sólo un poco más de diez.

Así pues ella acababa de vender su alma por un libro, o quizá, con suerte, por un libro y medio.

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