29 octubre 2008

El Bosque de las hadas

Quería viajar al bosque de las hadas y resulta que entre ramas de sauce la mayor parte de los duendes que había eran de cristal diamantino, colgando de las ramas de los arboles como bolas de navidad, atados a ellas por un cordón dorado que salía de sus pequeñas nucas como si fueran carnes ensartadas en un matadero.
No podía entender la magia atribuida a aquel lugar y sin embargo no podía negar que estaba impregnado de encanto. Pájaros del paraíso de colores cegadores volaban aquí y allá, me rozaban el oído e incluso me parecía oír secretos, susurros arcanos en su vuelo que no lograba entender. Pase horas persiguiendo estas aves para saber que me decían hasta que di por sentado que era alguna artimaña mágica, yo era pasto de sus diversiones y había caído en una de sus bromas de seres fantásticos. En un lugar encantado es fácil volverse loco. Todas esas pequeñas hadas, que provocaban sonidos de campanilla al entrechocar unas con otras, eran a una vez algo siniestro y hermoso, nada rotundamente vivo y sin embargo tan lleno de luz y de fuerza. no pude evitar darme cuenta de que el césped bien cortado y tupido era de un intenso color verde, un verde tan fuerte, tan saturado, tan irreal que parecía artificial y a una vez más lleno de vida que ninguna planta que yo hubiera contemplado. Al cabo de un rato de pasear y notar la suave hierba entre los dedos de los pies fue cuando pude darme cuenta de que mi sandalias habían desaparecido. Nunca vi un bosque de hadas tan vacio de ellas y tan lleno de magia. Mis cabellos nunca cortados, tan largos y frondosos de vez en cuando se enredaban entre flores colgantes y se me enganchaban, de tal modo que al cabo de un tiempo tenia la cabellera salpicada de colores chillones. Me asome a un arrollo para contemplar mi rostro y en el pude ver mi semblante, mis ropajes de seda, todo cubierto de flores que parecían quererme, adorarme, “llévame contigo parecían decirme” y yo reía, no sé porque, pero todo aquello tan extraño me hacía muy feliz. Me di cuenta al momento de mi risa, que había un extraño silencio en el bosque. No es que no hubiera murmullos pues las aves trinaban, las hadas de cristal titilaban, el viento llevaba suaves arrullos... no era eso. Simplemente me di cuenta enseguida de que el arrollo de agua fresca, tan azul claro como el cielo, no emitía sonido alguno. El arrollo más extraño que yo he podido ver, un riachuelo que lleva agua silenciosa, que se mueve y chapotea pero que no hace ningún ruido. Un pez asomó del agua y me saco la lengua, después continuó alegremente su navegar rio arriba. Una especie de soledad se apodero de mí enseguida, no entiendo porque ahora y desde fuera sigo teniendo esa sensación, pero ese lugar me parece peligroso, me lo parecía entonces y me lo parece ahora. Todas esas flores arremolinadas en mi pelo, mis zapatillas perdidas, un arrollo que no suena, yo se que las hadas existen pero allí no las había. ¿Qué pretexto tendrían las extrañas aves con sus secretos si no otro que el de confundirme y llevarme más adentro en el bosque? ¿Qué razón tendrían las flores para instalarse en mi pelo si no para invadirme dulcemente, cubrirme con el pretexto de una bonita manta de flores hasta asfixiarme y convertirme en un matojo? No intente coger un hada pero ¿Qué pasaría si lo hiciera? ¿Qué pasaría si me callera al rio? ¿Qué me ocurriría si, despechada, siguiera el rastro del insolente pez y me adentrase en aquellas apetecibles aguas azules? Muerta de miedo y de rabia por el engaño que me parecía padecer por aquel bosque bufón, me arranque las flores del pelo, corrí hacia el sendero sin tocar nada, sin perturbar nada, sin hacer caso de los murmullos de las aves que amables me sobrevolaban prometiendo gloria y felicidad con sus secretos. Muy tentadoras, no sabéis cuanto. Llegue al final del bosque, un sendero de gravilla, sin nada particular, la manifestación de frontera entre lo real y lo absurdo y que, en comparación con el césped, los arboles y todas las maravillas de aquel paraje, estaba desnudo, vacio, podría decir asqueroso y privado de vida. Amarré a mi caballo Percegal, que aparentaba estar cubierto de sudores lascivos, como si mil hadas hubieran bailado ante él con forma de voluptuosas yeguas. Como digo lo agarre y me fui, lentamente pues el caballo no quería andar. Solo una vez mire hacia atrás y pude oír en el aire el lamento de mil flores que me decían adiós.

1 comentario:

Caminante dijo...

Me ha gustado este extraño viaje, un viaje que me ha conducido directamente, en la memoria, al centro neurálgico de Barcelona, donde un auténtico bosque de las hadas se rinde a los pies del museo de cera.
Eduard