29 octubre 2008

¿Qué pasaría si...

¿QUE PASARIA SI NUESTRAS CLASES SOCIALES SE PRESENTASEN DIFERENCIADAS POR COLORES?

En un día radiante, como hoy en el que estás leyendo esto, un hombre llamado Rodrigo salía de su casa. En su cabeza sentimientos encontrados nublaban la visión de su paseo hasta el autobús que le llevaría al trabajo. Cuando llego a la parada se dio cuenta de que ni siquiera recordaba el recorrido desde su casa.
- ¡maldita sea! – dijo muy bajito, irritado al darse cuenta de sus ausencias.
A su alrededor otros ciudadanos de clase obrera no le prestaban atención. Cada uno a lo suyo, cada uno con sus cosas. Uno con el periódico, otro con sus pensamientos, aquel con un libro; todos invariablemente llevaban ropa azul. Diferentes tonos pero siempre azul.
- Como debe ser. – pensó Rodrigo- Así es como debe ser.

Estaba muy preocupado. Pensaba para sí que tenia la culpabilidad pintada en la cara.
Llego el autobús y se sentó en la zona para azules. Había unos pocos amarillos al fondo. La mayoría viejecitos que no se podían permitir hacer otra cosa que andar o contemplar hasta que se les acababa la vida. A los blancos indigentes no se les permitía usar el transporte público, ya sabes, para que no molesten. La zona para los señoritos verdes estaba casi vacía. Solo dos señoras charlaban animadamente enfundadas en sus preciosos trajes de color hierba.
- ¡vaya escándalo que montó!- decía una.
- ¡que vergüenza!- dijo la otra- ¡una amarilla pidiendo ropa verde!
- ¡que desfachatez!¿verdad?- quería que su compañera le corroborara que su énfasis era correcto dada la gravedad del asunto.
- ¡por supuesto!- dijo esta bien alto. Estaba decidida a que los demás pasajeros escucharan la conversación.- Supongo que las autoridades de negro la arrestarían ¿verdad?.
- ¡Oh, sí, si… claro!
- ¡Bien, así aprenderá!
A Rodrigo se le hizo un nudo en la garganta. Pudo percibir una cara de tristeza y rabia en una chica que estaba sentada cerca de él.
Rodrigo estaba preocupado porque había infringido la ley. Ni más ni menos que la misma ley que ahora criticaban las dos mujeres verdes sentadas en su clase preferente. Esa ley que muchos ciudadanos aceptaban con resignación, que otros criticaban y otros, los menos, defendían a capa y espada desde su posición privilegiada.
La mujer de Rodrigo, Raquel, trabajaba en una casa de buena familia con categoría roja.
- Una casa preciosa, - le decía- con un gusto exquisito.
A veces Raquel, y sobre todo desde que empezara a trabajar en aquella casa, parecía como si quisiera impregnarse del glamur que emanaba de ella, como si aprendiendo ha hablar y gesticular de una forma más sofisticada fuera a conseguir que cambiara el color de su ropa. Siempre había sido así, Rodrigo lo sabía, era algo que valoraba en parte porque daba de algún modo anhelos a su vida. “Castillos en el aire”, se recordaba mas tarde. Pero el la dejaba hacer. La quería demasiado y se veía a veces necesitado de consentirla.
Pero a su parecer Raquel había hecho algo horrible. Llevaba un tiempo que parecía obsesionada con la vida en la casa roja. La señora esto, la señora aquello. Rodrigo no decía nada, solo asentía. Estaba seguro de que se le pasaría. Nunca se le ocurrió que su mujer fuera ha hacer una estupidez.
- ¡Mira lo que he traído!- dijo la tarde anterior plantándose delante de él con una sonrisa de oreja a oreja.
Lo que traía no era ni más ni menos que unas medias de un vivo color rojo.
- ¡no pongas esa cara! – le dijo - ¡la señora tiene muchas!
- ¡pero como que tiene muchas!¡ tú te has vuelto loca o que!
La discusión continúo en el mismo tono. Reprimendas y reproches. Rodrigo se sentía culpable porque pensaba que la acción de su mujer la había propiciado él por no ponerla freno. La tenía muy consentida. Raquel pensaba que la actitud de su marido era exagerada. Solo había sido una pequeña travesura. No había culpables.
El enfrentamiento termino con un portazo.
Él estaba disgustado.
Ella se quedaría con las medias.
Cuando llego la noche ninguno hablo. Tomaron la cena en silencio, con bandejas delante de la televisión. Cada vez que una preciosa actriz o alguna dama importante aparecía elegantemente vestida de rojo Rodrigo sentía que se ponía enfermo. Después de un rato y más temprano que otros días decidió irse a leer a la cama. Se lo dijo a su mujer y la dio un beso en la frente. No podía evitarlo. Ella era su debilidad.
Llevaba media hora en la cama tratando de concentrarse en la novela cuando su mujer apareció por la puerta con su azulada bata de seda.
- Quiero hacer las paces. – dijo melosa – No me gusta nada estar enfadada contigo.
- A mí tampoco me gusta, – replico él- pero me gustaría aun menos que te metieran en la cárcel.
- Si tu no dices nada nadie se va a enterar.
- Eso ya lo veremos. – respondió secamente.
- ¿Es que me vas a delatar? – ronroneo ella acercándose un poco.
- No, claro que no. Si te pillan no será por mí.
Entonces todo pasó. Ella se quito la bata y dejo al descubierto su pequeño cuerpo, completamente desnuda como estaba y solamente adornada con las sedosas medias carmesí. Rodrigo perdió el control de todo, de su cuerpo, de su mente, de sus actos.
Ira, deseo, necesidad.
Fue la mejor noche de sexo de sus vidas. No la olvidarían nunca y pensaban repetirlo muchas veces.
Pero ahora ya no se mencionaría el color rojo. Sería un tabú. Su secreto. No se volvería ha hablar de la señora ni de la suerte de otros. Nadie era más afortunado que ellos.
Rodrigo sonreía al recordarlo. Mientras miraba por la ventana del autobús y un arcoíris humano llenaba las calles se preguntaba quién era el culpable.
Su mujer adoraba el color rojo y sus implicaciones. El adoraba a su mujer. La sociedad, intachable, adoraba sus etiquetas.
No había culpables.
No hay culpables.

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