29 octubre 2008

Timidez y un gato

Juan Carlos era un chico tímido, retraído, quizá un poco antisocial. Caminaba por la calle un tanto afligido. Con su chaqueta marrón un par de tallas más grande y unos pantalones ya viejos, de los que heredó al morir su padre, parecía un ratón perdido entre almohadones. Él pequeño y todo grande. El mundo le venía grande.
Cada mañana compraba flores en el puesto de Jimena y cada mañana se las entregaba a Isabel en el puesto de verduras que estaba inmediatamente al lado del primero. Se las entregaba o lo intentaba. La guapa Isabel acepto el ramo dos veces, el primer día y el siguiente y después de sospechar las intenciones de Juan decidió no volver a aceptar su ramo. Así llevaban tres años en que la pequeña pensión de Juan Carlos se convertía en flores que acababa llevando a casa. Un aroma delicioso en el salón.

El chico sufría mucho cuando era rechazado, se iba a casa, cabizbajo, a veces gimoteando. La portera de su casa decía que daba pena verlo y la mujer del puesto de flores no daba crédito. “¿Por qué no desistes?” decía un día; y cuando estaba de buen humor cambiaba la cantinela y le animaba “¡Hoy te las coge ya verás!”. La pena era su compañera durante el resto del día. A veces cogía la botella de whisky del mueble bar de su madre y se emborrachaba con dos dedales. Eso es lo que hacen los que tienen mal de amores, se van a un bar y se emborrachan.
Pero inexplicablemente la tristeza desaparecía con cada amanecer como por arte de magia. Como un Prometeo con su suplicio eterno, no era el hígado sino el corazón lo que le era arrancado, y con diferencia ya que a Juan Carlos no lo ataba ninguna cadena. Solo la ignorancia, sólo la ilusión del pez que siempre ve el acuario como algo nuevo. Esto le daba ánimos para perseverar.
Aquel día acaba de sufrir el enésimo rechazo cuando encontró un gatito en la calle. “¡hola chico, hola!” le dijo mientras le acariciaba el lomo. El gato ronroneaba entorno a sus piernas y Juan Carlos se sentó en el bordillo de la acera para tenerlo más a mano. Pensó si no sería buena idea regalarle un gato a Isabel. A mayor tamaño mayor posibilidad de éxito ¿no? Cuando se quiso dar cuenta el gato, muerto de hambre, estaba devorando las flores que habían quedado abandonadas en el suelo, a un lado. Y Juan Carlos tuvo una idea.

- Mañana te voy llevar a conocer a Isabel – le dijo cogiéndolo en brazos – ¡verás qué guapa! Y te dejaré que escojas tú las flores en el puesto de Jimena.

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