29 octubre 2008

Las notas negras

Cuando Jonathan Bane se presentó ante mí como mi admirador yo era el mejor pianista de Fort William. Es cierto que viviendo en un pueblo como este no se puede aspirar a la fama mundial pero, aunque acogedor, yo no lo elegí por sus habitantes sino por la avalancha de turistas que cada año acudían allí a escalar hasta la modesta cima del Ben Nevis, pico más alto de Inglaterra, y que de paso se dejaban los cuartos en los bares y despensas de la población. Mi intención al mudarme allí desde Glencoe era la de ganar algún dinero raspado del bolsillo turístico o tentar a la fortuna para que un buen agente que casualmente pasase por allí pudiera ficharme y cambiar mi destino. Nada más lejos de la realidad, lo único que pasó fue el señor Bane cargado de su maldita modestia.

La noche en la que entró en el local y se acerco a mí con su gorra estrujada en las manos, sus ojos brillantes y su cara de pánfilo, no pude ver más que a otro aldeano mediocre y paleto de los que no saben lo que haces ni como lo haces pero que están seguros de que lo haces bien. Quería ser mi ayudante decía, mi aprendiz decía, pero yo no quería nada de eso. Pude conseguir, después de mucho insistirme, que el dueño del local le contratara como camarero por un sueldo miserable que a él le parecía una bendición con tal de poder verme tocar cada noche. Además, al cabo de un tiempo el muchacho quiso que le diera unas clases, a cambio por supuesto de sacarme yo un modesto sobresueldo con buena parte de lo que el cobraba. Yo salía ganando, Bane apenas molestaba, y las únicas clases que le daba eran de solfeo puesto que el piano que yo tenía, ya muy gastado, no estaba para majaderías, que había que afinarlo una vez a la semana y a pesar de eso el sonido no era precisamente una maravilla. Cada vez que lo pienso… maldito piano. Más de una noche acababa yo, borracho como una cuba, gritando al piano por sus desacordes impertinentes, que a mi forma de verlo no era mi mal arte lo que lo hacía llorar sino su mala uva lo que destrozaba mis canciones.
Una funesta noche caí enfermo, con tan mala pata que no me quedé en el sitio y sólo fue un inocente resfriado que me mantuvo en cama tres días, lo suficiente para truncar mi vida y hacer de mi un ser desgraciado. A buena fe quiso el dueño del local pedir a Bane que tocase algo. Me dijeron que todo el mundo lloraba cuando él termino la primera tonada. Que la siguiente fue más alegre y que todo el mundo reía y bailaba como en una boda. Un primor, un milagro. Cuando quise volver ya no tenía trabajo.
Di vueltas por el pueblo buscando un piano para mí. El único que encontré fue el del burdel, uno aún mas cascado que el anterior. A este no le increpaba. La depresión y el odio pudieron conmigo. Recuerdo ahora con claridad que una noche, acurrucado bajo mis sabanas mientras oía a lo lejos como la fiesta danzaba alrededor de los dedos de Bane, le maldije a él y a su musa, juré que si el demonio me diera la oportunidad de ser el mayor genio al piano del mundo yo le entregaría mi alma de buen grado. Ahora mismo me cuesta creerlo. El diablo no es alguien que te tiende una pluma y te señala donde hay que firmar. Al diablo le invitas y entra.
Al día siguiente yo no era el mismo. Podía repiquetear con una cuchara en mi cuenco de sopa y el sonido parecía una campanilla de cristal. Todo a mi paso era un canto de angeles. Mis silbidos, mis golpes, hasta el sonar de mi nariz. Y ya no digamos el piano… aquella carraca se había convertido en el mayor órgano celestial que había conocido el hombre. No tenia que esforzarme porque la música salía por sí sola. Me llovieron ofertas, me siguieron las amantes… durante un tiempo todo fue felicidad. No quise marcharme de Fort William porque quería ,con una ira infantil, darles a los ciudadanos del pueblo con mi arte en las narices. Solo había una cosa que me irritaba más que nada en el mundo, y es que Jonathan Bane no dejaba de admirarme y sonreír. No admitía mi don como una bandera de vencedor contra vencido. Era inocente y asquerosamente humilde.
Un día un hombre me pego un tiro.
Era el marido despechado de alguna conocida.
Yo ni siquiera lo vi venir. Me limite a perder el conocimiento y los lugareños hicieron el resto enterrándome en el cementerio local. Yo ni siquiera tengo recuerdos de todo eso. Me desperté un buen día siendo un piano perfecto, con el sistema intacto, unas buenas cuerdas y unos firmes pedales. Pero sin una triste tecla. Ni siquiera podría tocarme a mí mismo. Desde arriba, muy arriba, abandonado en la cima del Ben Nevis, todas las noches me llega como un murmullo el sonido de la fiesta en el local donde toca Jonathan Bane.
El infierno perfecto.




Un gran misterio envuelve al monte Ben Nevis, el pico más alto de Gran Bretaña, después de que un piano fuera descubierto en su cima ubicada a 1346 metros del nivel del mar.

El piano fue rescatado el último fin de semana por 15 voluntarios de la entidad sin fines de lucro John Muir Trust, que restaura obras de arte. Nigel Hawkins, director del organismo, afirmó que "es un piano vertical, que tiene todas sus cuerdas intactas, pero que no tiene teclas".

Una solicitud pública fue lanzada con el fin de averiguar cómo el piano subió la montaña y, sobre todo, por qué. Una pista de su origen es el envoltorio de un paquete de galletitas encontrado en el instrumento, cuya fecha de vencimiento es diciembre de 1986.

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