21 octubre 2008

Las Velas

La nueva paciente entro tímida en el recibidor. María, la secretaria, no la había visto nunca. No se extraño, sin embargo, del aspecto descuidado y perdido de la mujer. Era habitual ver personas en este estado. Le dio las buenas tardes, le dijo que la doctora enseguida la atendería y la guio hasta la sala donde podía esperar. La mujer se sentó tímidamente y echo un vistazo a la habitación cuando se hubo retirado la secretaria.



Estaba claro que era una sala de espera. Música suave de jazz salía de unos altavoces estratégicamente colocados detrás de unas macetas repartidas por las esquinas de la habitación. Los asientos eran de cuero negro “siempre de cuero negro” se dijo. No era la primera consulta psicológica a la que acudía, aunque nunca antes había acudido a ninguna por las razones a la que esta vez se presentaba. “Todas el mismo aspecto” era un ambiente relajante y sin embargo abrumaba la idea de que todo fuera igual en todas partes. Una mesa llena de revistas. Esto también era común. Como en una peluquería, las consultas psicológicas amenizaban el tiempo de espera con revistas de moda y cotilleos. La única diferencia entre estas y las peluquerías eran los diversos panfletos sobre estudios psicológicos, depresión, hiperactividad, etc...
-Señora Suarez –dijo suavemente la secretaria asomándose a la sala –ya puede usted pasar. Sígame por favor.
-Sí, gracias.
La condujo por un pasillo con un parquet bien pulido, con diferentes cuadros de flores secas colgados en las paredes “todas igual, el mismo aspecto, todas huelen igual”.
-Adelante –dijo señalándole una puerta entreabierta. Lo dijo como si le diera ánimos, como si temiera que de un momento a otro la mujer fuera a salir corriendo.
“No saben nada” se dijo la mujer “todas iguales, todas las secretarias de gabinetes como este se piensan que solo eres medio humano, medio idiota”
-Buenas tardes Marta –dijo la mujer sentada frente a un rustico escritorio. La secretaria se retiro a su espalda cerrando la puerta –Yo soy Ana, siéntate por favor.
Le hizo sentarse en una butaca sencilla pero muy cómoda “De cuero, siempre de cuero” al lado de una estantería de libros y de frente a la ventana. La doctora se levanto de su lugar en el escritorio y se acomodó en otra butaca similar frente a su paciente.
-Ante todo quiero que sepas que esto es una toma de contacto. En estas primeras sesiones quiero que veas cómo trabajo, si te sientes cómoda. Es algo que hago con todos mis pacientes, no sólo por ellos sino por mí también. El que un paciente este cómodo conmigo y mi forma de trabajar es muy importante a la hora de tratar con él para que no tenga reparos a la hora de hablar. Esto me hace más fácil a mí el trabajo y a ellos más efectiva la terapia. ¿Estas de acuerdo?
-Sí claro, me parece bien.
-Bueno –dijo dando por zanjado el asunto-¿cómo te encuentras?
-Confusa.
-¿Confusa por qué?
-Me han pasado algunas cosas que me hacen dudar de mi misma.
-Te hacen dudar en qué sentido.
-En si estoy loca.
-Bueno, el que hayas venido a terapia por tu propio pie es una buena señal ¿no te parece?
-No sé qué decir.
-Cuéntame.
-Verá...
-Tutéame por favor…
-Sí… Verás… Tengo 36 años y hace seis años ya que murió mi marido. Nos queríamos muchísimo desde muy jovencitos y desde que se fue no levanto cabeza. A ver, no es que no haga nada, pero mi vida ya no es la que era ¿comprende? –Sí –Es decir, yo había dejado de trabajar por que Ricardo y yo intentábamos tener hijos. Él ganaba suficiente dinero para mantenernos y no le importaba hacerlo. Habíamos intentado que yo me quedara embarazada durante un año y medio y cuando al final sucedió Ricardo se mató con el coche. Yo estaba de cuatro meses entonces y no sabía qué hacer. Yo soy huérfana ¿entiendes? Sin ningún hermano y mi único apoyo fue la familia de él. Cuando estaba de cinco meses tuve un aborto. Ellos me apoyaron pero pasado un año más o menos ya no parecía que tuvieran nada que ver conmigo. Solo su hermana Susana se quedó a mi lado. Durante mi matrimonio me fui distanciando de mis antiguas amistades y, al estar tan apegada a Ricardo y a su familia, su hermana y yo nos hicimos intimas amigas.
-¿Sigues en contacto con Susana?
-Sí, aunque con poca frecuencia. Hace ya dos meses que no la veo, aunque hablamos a menudo por internet y por teléfono.
Hubo un corto silencio y la doctora se atrevió a preguntar:
-¿No has hecho nuevos amigos desde entonces? ¿No te has incorporado al trabajo?
-No, lo cierto es que hasta hace muy poco no salía de casa. Pasaba el día cultivando plantas, viendo la televisión, haciendo trabajos manuales… me encantan los grandes puzles, esos de 10.000 piezas. Los compro por internet a una empresa especializada, incluso me los hacen con el dibujo que yo quiero son…
-¿Y trabajar? –la cortó. Los puzles podrían distraerla en su vida cotidiana, pero no en sus sesiones de terapia. Marta lo entendió.
-No me hace falta trabajar y no me he preocupado por ello. El piso donde vivo es mío ahora y el ejército me paga una buena pensión por viudedad sin contar el seguro de vida… Trabajar no me hace falta.
-¿Ni siquiera para distraerte? ¿Para conocer más gente?
-Ya sé distraerme yo sola, y lo de conocer más gente ahora mismo no me apetece.
-Cualquiera diría entonces que llevas la vida que quieres –dijo en un leve tono sarcástico.
-Podría decir que sí. Hago lo que quiero y cuando quiero. No me puedo quejar.
-Sí, pero no eres feliz –Hubo un largo silencio y Ana pudo ver que la mujer tenía los ojos húmedos.
-No, supongo que no -y añadió con una voz más aguda -De lo contrario no estaría aquí ¿no?
-No, supongo que no -repitió.
Matilda cogió un clínex de una caja que Ana le tendió. Fue un gesto sencillo, pero no pudo evitar sentirse mal por ello. Se imaginó la cantidad de gente distinta que cogería un clínex de esa misma caja antes de que se acabara. Mas gente que vendría a contar su vida a aquella mujer, que se sentarían en aquella butaca y llorarían, que compartirían intimidades con ella. No pudo evitar la comparación. Ana era una prostituta de la mente y Marta su cliente. Pague en caja al salir, gracias.
Desterró de su mente estos pensamientos lo más rápido que pudo y se secó las lágrimas con el clínex. “Maldito clínex” pensó. Levantó la mirada y le echó valor.
-Hace algún tiempo empecé a salir a la calle. Sencillamente una tarde me aburrí de estar en casa. Todo el miedo que me provocaba antes ver a más gente, cruzar una calle se me vino encima de golpe. Antes de eso no veía a casi nadie, hacía la compra por internet y pedía la ropa por catálogo. Esto nunca me pareció ningún problema.
>>La tarde que salí de casa me maree a dos manzanas del portal. Todo me pareció muy caótico, muy extraño y hostil. Me asombré de mi propio miedo. De algún modo, todo el tiempo que había estado encerrada me las había apañado para pensar que si no salía era porque no quería, no porque tuviera miedo. Y de repente me vi a mi misma desconfiando de un pobre viejecito que se me cruzaba en la acera. Las calles de mi propio barrio se me hicieron distintas, habían cambiado, era mi barrio pero ya no lo era. ¿Entiendes? -La terapeuta asintió con la cabeza -De esto hace un año y desde entonces salgo al menos una vez a la semana. Hasta ahora estuve viendo a otro psicólogo, dos en realidad, uno de la seguridad social y otro privado, pero como usted… como tú has dicho -Se corrigió -no me sentía cómoda con él.
-Entiendo… ¿Qué fue lo que te impulso a empezar a ir al psicólogo?
Marta se tensó y la terapeuta se dio cuenta. De repente pareció sentir miedo o sentirse acorralada. Ana pensó que tenía los ojitos de un ratón asustado.
-Yo… verá…
-Tranquila –se apresuró a calmarla -No tenemos porque hablar de ello ahora. Tómatelo con calma…
-Ya pero es que yo quiero hablar –dijo llorando de nuevo -Tengo que contárselo a alguien… necesito contarlo.
-Cuéntalo pues, lo que me digas no saldrá de aquí, no te preocupes.
-Es que es complicado… -dijo tímida –vas a pensar que estoy loca.
-Tranquila –repitió -cuéntame lo que quieras.
- No empecé a ir al médico por sentirme mal en la calle. Cuando empecé a salir sabía que aquella sensación desaparecería tarde o temprano, que era lógico sentirme así después de estar tanto tiempo encerrada en casa.
>> El primer día no fui muy lejos. No me atrevía a mirar a nadie, me parecía como si todos fueran marcianos o yo tuviera un cartel pegado en la frente que me culpara de algo. Pensé que ya había visto suficiente y me volví a casa. Cuando regresé me vi tan vulnerable, tan estúpida, que decidí que debía afrontar ese miedo como fuera y me obligué a salir al día siguiente...
-Eres muy valiente –dijo la terapeuta ladeando la cabeza.
-Yo no lo veo así –contestó Marta autocrítica -No considero valentía salir a dar un paseo después de llevar más de un año encerrada en casa.
-Pues créeme que lo es. La mayoría de la gente con una depresión tan severa no consigue hacerlo sin el apoyo de alguien cercano, y tú no tenías a nadie.
-Es cierto –admitió –y sin embargo, si pienso en todo lo que conlleva una vida normal no puedo decir que fuera un logro.
-Piensa en todo esto como si fuera una enfermedad y te quedarás más tranquila.
-¿Una enfermedad? -dijo sorprendida.
-Sí, eso he dicho.
-Yo no tenía fiebre, ni una pierna amputada, ni …
- Considéralo como un trozo de tu alma amputado. ¿Hay diferencia?
Marta se quedó callada, pensativa y como sorprendida. Tenía en el rostro reflejado ese leve temor que la había asaltado hacia un rato cuando Ana preguntó el por qué de su visita al psicólogo.
-Supongo que ahora ves la diferencia. –trató de tranquilizarla –sé que el alma no se puede amputar, pero está ahí y sufre y se enferma y…
-¿Cómo sabe que está ahí? –preguntó de pronto.
-¿Cómo dice? -contestó Ana sorprendida.
-¿Cómo sabe que mi alma está ahí? –repitió –yo no la veo.
-Bueno, lo del alma es una forma de hablar. Hablo del “yo”, de nuestros sentimientos, de lo que pensamos y sentimos con el corazón.
-Sé a qué se refiere con alma. -corrigió –Es solo que la mía no la veo. No creo que yo tenga alma.
-¡Oh! Ya veo –dijo la terapeuta algo desconcertada –No puede culparse a sí misma por sentirse tan mal. Todos tenemos alma. Es solo que la suya está tan…
-No lo entiende –le cortó –. Verá… esto es complicado. Es lo que he tratado de decirle. Me cuesta trabajo…
-Entiendo…
-¡No, no lo entiende, maldita sea!
Estalló y volvió a llorar. Ahora ya no parecía una mujer de 36 años, deprimida y sola. Era como si las ojeras se le hubieran acentuado de pronto y su cuerpo pequeño se convulsionaba por la pena, sollozando. El jersey negro de cuello alto que llevaba no sólo la hacia lúgubre, sino que además, en aquel momento, la hacía parecer aun más pequeña. Ana pudo ver en ella a una niña asustada de 7 u 8 años.
Instintivamente le puso una mano en el hombro. Con cuidado y tímidamente. Temía una mala reacción y no quiso forzarla, pero cuando Marta levantó la vista pudo ver en ella además de pena, agradecimiento.
-Tengo que contarlo –repitió con pena.
- Como quieras, aunque no creo que debas sentirte obligada. Quizá debieras enfocar las cosas de otra manera…
-No –dijo tajante y meneando la cabeza. La psicóloga no dijo nada, se limitó a mirarla preocupada desde su butaca. No había visto mucha gente que tratase de sincerarse tan pronto, en la primera sesión. La actitud de Marta la puso sobre aviso.
Esperó a que la mujer se tranquilizara y se aseguró de poner cerca la caja de clínex. Instintivamente miró el reloj.
-Marta no nos queda mucho tiempo y creo que deberías pensar sobre lo que quieres decirme para que te sientas cómoda. Esta sesión es sólo una toma de contacto y yo no te voy a forzar a nada ¿Entiendes?
-Sí -dijo sorbiéndose la nariz –, pero sólo me llevara unos minutos y ya está…
-Bien, como quieras.
La paciente guardó un momento de silencio y luego pareció coger carrerilla. “Una vomitona emocional” pensó la psicóloga.
-El segundo día que salí no vi nada raro… mejor dicho, casi nada –se corrigió-. Veía cosas borrosas y pensé que quizá se debía a algún tipo de vértigo o mareo –tragó saliva y siguió –. Los días siguientes me obligue a ir a comprar el pan. Seguí sintiendo aprensión, aunque reconozco que la gente me trataba bien, e incluso la panadera empezó a saludarme cuando me atendía cuando sólo llevaba yendo una semana. Pero yo sabía que algo no iba bien –una mirada de preocupación, como inquietud, hizo que sus ojos se abrieran buscando complicidad con Ana –desde luego que no iba bien.
>> Ahora cada vez que salía a la calle veía como siluetas borrosas. Como una especie de estela que fueran dejando las personas, como una doble sombra ¿Sabe cómo le digo? –la psicóloga asintió mas por instinto que por otra cosa, se la veía asombrada –Pensé que era una especie de problema ocular, como borrones, pensé que tenía que ir al oculista aprovechando la racha que llevaba de salir de casa y pedí hora. El médico me recibió y me dijo que tenía un ligero astigmatismo, muy ligero y nada grave. Ni siquiera me hacían falta las gafas y él no supo dar explicación a lo que veía. Unas manchas o algo así le decía yo –bebió agua de una botellita que llevaba en el bolso y la psicóloga no se atrevió a interrumpirla y esperó paciente –. “¡No tiene nada!” me decía él y yo le creí. Pensé que el oculista no tenía porque suponer que yo estaba pasando por una mala época, pero yo me dije a mí misma que quizá tenía que ver con toda la pena –sollozó y se le agudizo la voz-. Supongo que no he sido consciente hasta hace muy poco –volvió a llorar y Ana posó de nuevo la mano en su hombro. Se había pasado la hora de la consulta pero la historia le intrigaba a la terapeuta y le concedió unos minutos –.Es horrible doctora -dijo sin acordarse del nombre –. Al principio, el primer mes más o menos, las sombras eran borrosas y extrañas, como le he dicho antes eran como una sombra. Pero luego poco a poco se fueron aclarando y entonces… -Volvió a romper a llorar. Era la primera vez que conseguía contar esto a nadie y una sensación de desnudez la invadió.
-Tranquila, dime lo que viste, yo lo entenderé –con la mano aún en su hombro, la terapeuta tenía casi por cierto cuál era la afección de su nueva paciente.
-Pues… pues… Veía a las mismas personas. Quiero decir –se corrigió sacudiendo la cabeza -Veía a una persona y justo detrás a una persona idéntica con una vela encendida en una mano.
Hubo un corto silencio. Marta esperó la reacción de su interlocutora con ansiedad.
-Quieres decir que veías… Perdona, no lo entiendo ¿me lo puedes explicar otra vez? –Dijo Ana ladeando la cabeza con gesto preocupado.
-Quiero decir que veía por ejemplo a mi vecina y justo detrás de ella veía otra vez a mi vecina con una vela en una mano –dijo haciendo un gesto como si sujetase un cirio con la mano izquierda.
-¿Y te hablaban o te decían algo?
-Mmm… no, se limitaba a ir detrás de mi vecina mirando al frente, como a su nuca y llevar la vela.
-¿Y sólo te pasaba con tu vecina? –dijo dudando.
-¡No mujer! ¿Cómo me va a pasar sólo con mi vecina? –dijo exasperada -Me pasaba con todo el mundo… Me “pasa” con todo el mundo –corrigió.
-O sea que le sigue pasando –dijo la terapeuta algo encogida. No puedo evitar darse cuenta de que su paciente había dejado de llorar y se la veía algo excitada.
-Sí. Pero he descubierto algunas cosas.
-¿Cómo qué?
-Me he dado cuenta... bueno, estas apariciones o cosas, al principio me asusté mucho y luego me puse a pensar lo que podrían ser y después de mucho pensar llegué a la conclusión de que se trataba del alma de las personas que tenían delante.
-Llegaste a esa conclusión –sentenció. No había oído nada parecido en su vida.
- Sí. Y más tarde me di cuenta de que las personas que había detrás tenían la mirada como perdida, siempre mirando hacia adelante, pero que aun así sus caras podían dar a entender estar más tristes o más alegres, aunque la persona que había delante no parecía estar ni una cosa ni otra. Así me di cuenta de que lo que en realidad reflejaban era cómo se encontraba esa persona. Si era feliz o no. Si estaban tristes, por ejemplo, el espíritu que tenían detrás tenía los ojos llorosos, si eran felices había brillo en sus ojos, y así todos.
-Entiendo.
-Y luego, lo de la vela. Me parecía tan siniestro, ¿a ti no te lo parece? –dijo haciendo un esfuerzo por no llamarla de usted -le di muchas vueltas. Al principio ya te digo que me aterraba salir de casa pero luego con el tiempo me he acostumbrado y ahora me voy a lugares muy concurridos para poder ver a la gente y sus “compañías” como yo las llamo. Me intrigaba mucho saber lo que eran esas velas. Hasta que después de un tiempo me di cuenta de que no todas eran iguales.
-¿A no? –Ana ya no estaba segura de nada. Estaba realmente sorprendida.
-No. Algunas eran más pequeñas o más cortas que otras. Y al cabo de un tiempo me di cuenta de que por ejemplo las personas mayores solían tener las velas más cortas que las de los demás, mientras que las de los niños solían ser más largas. Entonces realice mi hipótesis…
-Dedujo que la vela significaba el tiempo de vida que nos queda a cada uno –la terapeuta casi no se pudo creer que estuviera siguiéndole la corriente. Se recriminó interiormente.
- ¡Exacto! –dijo extasiada -no siempre coincidía, pero la mayoría de las veces era así. Entonces me decidí a averiguarlo.
-¿Cómo?
- Bueno… Me fui a un hospital y observé. Estuve buscando en la sala de urgencias e incluso una enfermera me paró y me preguntó qué me pasaba. Me tuve que inventar una excusa – rio como una niña traviesa. “Como una loca” pensó la psicóloga –, pero eso da igual. No se imagina la cantidad de gente que va a urgencias sin tener nada grave. Yo tardé casi una hora en encontrar a una anciana moribunda. Su “compañía” estaba junto a su cama y sujetaba una vela en la palma de la mano casi completamente desecha y la llama era muy débil. Deduje que no le faltaban más de unas horas y quise esperar, pero me echaron de allí. Antes de que me obligaran a marcharme me quede con el nombre de la mujer y decidí volver al día siguiente a preguntar por ella. Y ya se imagina, había muerto durante la noche.
- Entiendo…
-Verá… verás… -se corrigió –al principio no podía distinguir muy bien cuánto tiempo le quedaba a una persona sólo por ver su vela, pero ahora es casi como una intuición. Ahora casi puedo saber con exactitud el tiempo que les queda, semana arriba, semana abajo. Quizá con algún mes de diferencia -en este momento se interrumpió porque llamaron a la puerta. Otra secretaria que no era la que había conducido a Marta por la consulta, se dirigía a la psicóloga para recordarle que la cita de su siguiente paciente iba con retraso. Ana no lo dudó y le pidió a la nueva secretaria que se disculpara con su paciente y que hiciera el favor de cancelar las otras dos citas que le quedaban. A Marta no le extrañó y lo agradeció; tenía más cosas que contar. La secretaria se retiró y volvió a dejarlas a solas.
-Bien, si… -dijo tratando de retomar el hilo de la conversación.
-¿Sabe que es muy curioso? -estaba claro que le costaba tratarla de tú. Ana no la corrigió. ¿Qué podía ser más curioso que todo aquello? –Bueno, he notado que los bebes sí que llevan su copia junto a sus cochecitos, una especie de reflejo pero no totalmente despegado de su propio cuerpo y… ¡ninguno de ellos lleva vela!
-¿A sí?
-¡Sí! Es decir… después de darle muchas vueltas he llegado a la conclusión de que puede ser porque quizás, al ser tan jóvenes, sí tienen alma, pero no tienen un destino fijado, un camino marcado con el que su propia alma pueda especular sobre el tiempo que les queda de vida… es una hipótesis sólo, comparando, quizá sea por lo mismo por lo que no pueden sostener una vela. Quizá le doy muchas vueltas, creo que ya chocheo…
La terapeuta trató de no reflejar su consternación. Intentó parecer tranquila como quien acaba de recibir una receta de cocina. Hacía rato que barajaba una solución. Conocía a muchos médicos psiquiatras, colegas a los que pedir información para saber cómo debía proceder. Estaba claro que la mujer sufría un trastorno post traumático severo con alucinaciones, Dios sabía cuánto tiempo llevaba así y necesitaba ayuda médica. Recodó entonces que desgraciadamente el psiquiatra del gabinete tenía la tarde libre. Se excusó a la señora Suárez para ir al lavabo. En cuanto cerró la puerta tras de sí se dirigió a un despacho vacío. Hizo un par de llamadas y pidió una ambulancia. Tendría que convencer a la señora Suárez para que se fuera al hospital por las buenas o al final iría por las malas. “Demasiado tiempo para ir al baño" pensó. Volvió a su despacho tratando de parecer más fresca pero era obvio que Marta se olía algo. No sabía cómo empezar.
-Escuche –dijo Marta cortante –Sé lo que parece y sé que suena difícil de creer, pero antes de que usted me mande al hospital quiero contarle una cosa más. ¿Me permite?
-Claro –dijo Ana ahora más tranquila por haberse librado de una situación incómoda.
-Verá, ignoro porque me pasa esto, eso es algo que no sé, que no encuentro explicación por mucho que lo pienso, pero hay algo que si sé.
>>Si hace seis o siete años yo hubiera podido ver lo que veo ahora quizá no habría discutido tanto con Ricardo, quizás hubiera tratado de hacerle más feliz o incluso salvarle la vida. Sé que no se puede burlar a la muerte, ahora lo sé, créame que lo he intentado, que he pretendido salvar a gente con todas mis fuerzas, pero de un modo u otro al final siempre llega, lo queramos o no. Si yo hubiera sabido verlo, si lo hubiera aceptado, creo que no habría sido tan desgraciada cuando mi marido murió, que habría disfrutado de cada minuto con él y no lo hubiera lamentado.
>> Ahora bien, si esto es estar loca, si con medicación esto pasará, entonces prefiero estar loca, porque de ese modo puedo dar a los demás la oportunidad que yo no tuve. Lo que yo hubiera querido. Yo no veo mi alma, no sé si porque siempre está detrás de mí y por eso no puedo mirarla, si será un designio divino que no la mire cara a cara o que simplemente no tengo, que la perdí el día que perdí la ilusión por la vida. La idea mas romántica es que la perdí el día que murió mi marido. Pero yo prefiero pensar que no la puedo ver que pensar que no tengo… creo que es más alentador.
Ana no sabía que decir. Dejó hablar a su paciente porque, con todo, pensó que era la mejor ayuda que podía darle. Estaba emocionada y se esforzó por no demostrarlo.
-En cualquiera caso todo esto no tiene nada que ver con usted –prosiguió –. Pero hay algo que si debe saber, que quiero que sepa –Ana en su interior sintió un escalofrió.
>> Hace cosa de dos semanas un hombre muy agradable me ayudo a recoger la compra que se me había desparramado por el suelo cuando se me rompió una de las bolsas en plena calle. Fue muy amable y me ayudo a cargarlas hasta el coche. Me llevé un disgusto cuando le observe mientras se marchaba porque vi que su vela era muy corta. “Apenas unos meses” me dije. Me anime a seguirle y devolverle el favor por haber sido tan amable conmigo. Vi donde vivía y me entere del piso, de con quien vivía, su número de teléfono –chasqueó la lengua –. Yo no puedo decirle a una persona que va a morir, no sería justo, no arreglaría nada. La única forma de ayudar, es avisar a otros que puedan hacerle feliz, a la gente que le quiera, lo mismo que fui yo para mi Ricardo, lo que habría sido de haberlo sabido.
Más tarde cuando ya había oscurecido Ana miraba hacia la calle, se quedó hipnotizada un momento con las gotas de lluvia que se pegaban a los cristales de su despacho, un momento de calma en la gran tormenta que eran sus pensamientos. Una y otra vez recordaba las últimas palabras de Marta antes de marcharse en la ambulancia.
“Quiero que tu tengas la oportunidad que yo no tuve”

No hay comentarios: