Se enamoró de la lata de sardinas la primera vez que la vio. Es verdad que no era una lata cualquiera, no era de esas de marca blanca y ni siquiera de las marcas comerciales más populares: era una lata gourmet, con denominación de origen y etiqueta negra. El rancio abolengo de las conservas. Pero lo que más le llamaba la atención era el número de serie: el cero, cero, cero (muchos ceros), trece. Y el trece era su número de la suerte, además de ser, en su opinión, bastante redondo. Se diferenciaba de sus hermanas precisamente en esto, ya que las otras tenían números demasiado arbitrarios.
Sin embargo, decidió no llevársela a casa. Tampoco es que
fuera tan cara como para no poder permitírsela. Era, simplemente, que quería
correr el riesgo, una pequeña aventura, un juego de fortuna: decidió dejarla en
el estante del supermercado, pero en la parte posterior de todas las demás. Ni
siquiera la escondió o la cambió de sitio. La colocó justo detrás de la última de
la misma marca y se marchó.
Durante meses repitió la misma rutina: entraba en el súper,
se dirigía al pasillo de las conservas, buscaba en la bandeja de las sardinas
gourmet y al fondo, siempre al fondo, estaba su preciosa lata con el número
trece.
Habían pasado siete meses desde la primera vez que la vio
cuando, oh, sorpresa, la lata ya no estaba. O la habían vendido, o la habían
retirado, o la habían robado. Se asomó a mirar tras el estante y por el suelo y
nada. Allí no había nada.
Fue una ligera decepción, pero, para su sorpresa, se dio
cuenta de que tampoco le importaba tanto.
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