Arturo paseaba inquieto de un lado para otro del almacén
sin poder acomodarse ni siquiera en la silla frente al pequeño escritorio.
Tenía un ordenador con el que podría haber perdido el tiempo enviando emails,
leído las noticias o jugado al solitario si hubiese querido, pero estaba
demasiado nervioso para eso.
Todos los años le pasaba lo mismo. Daba igual que llevase
haciendo aquello tres décadas: la noche de Reyes siempre estaba hecho un flan,
no en vano, era la noche en que debía pagar su deuda.
No hay que malinterpretarlo; él estaba muy agradecido y
no le dolían prendas en sacrificar aquella fecha señalada a cambio de lo que
había ganado. Después de todo les debía la vida. Sin embargo, a medida que
pasaban los años le costaba más trabajo presentar excusas en casa para faltar
esa noche. Primero fue con la que ahora era su esposa, luego con los hijos, y
ahora el pequeño quería llevar a la novia a cenar, precisamente ese día, por
primera vez, y él no iba a estar presente.
«¡A la mierda!», pensó «Hay cosas más importantes en
la vida que una cena, una vez al año, solo para cumplir con el protocolo».
El almacén era grande y en ese momento solo se oían el
eco de sus pisadas y, mucho más lejos, el pitido ocasional de alguna máquina
lejana y de las rampas de paquetería de la nave de al lado. La sede logística
de correos había sufrido numerosos traslados en los últimos años y una de las
inquietudes que asaltaban siempre al bueno de Arturo era si sus salvadores iban
a ser capaces de encontrarlo.
Pero lo hacían. Siempre lo hacían.
—Te veo bien —dijo una voz a su derecha.
Él dio un respingo y lo miró directamente con la
respiración entrecortada por el susto.
Y no es que no le hubiese visto llegar, es que siempre le
pasaba lo mismo; lo veía, pero no se fijaba, no le daba importancia. Era como
esos viejos libros de ¿Dónde está Wally?, en los que podías pasar
la mirada mil veces por el mismo sitio y no repararías en el muñeco con
camiseta a rayas hasta que tu cerebro no lo asimilase.
—Tranquilo —el hombre se acercó y le dio una palmadita en
el hombro con cariño—, le pasa a todo el mundo.
—Creo que nunca me voy a acostumbrar —dijo riendo, ya más
sosegado.
—No te prometo nada…
Se abrazaron un momento con afecto, cariño, calidez… lo
que viene siendo un auténtico reencuentro por Navidad.
—Hathor… Me alegro de verte.
—¿Cómo estás amigo mío? ¿Qué tal los críos?
Le acompañó en su paseo mientras se movían entre
contenedores enormes llenos hasta arriba de cartas de todos los tamaños.
¿Los críos? Hathor parecía no medir el paso del tiempo,
no en vano, aunque ahora llevase perilla, su aspecto seguía siendo el de un
hombre maduro y atractivo de rasgos árabes y no había cambiado desde la década
de los ochenta cuando lo conoció. Arturo había envejecido, pero Hathor no.
—Los críos ya no son tan críos y cualquier día se
largarán —contestó Arturo rascándose la nuca—. Mi mujer, bueno, creo que
empieza a tener el síndrome del nido vacío antes incluso de que se hayan ido.
—¿Y tú lo estás deseando? —preguntó el otro risueño.
—No, qué va. Son buenos chicos y creo que me dará más
problemas echarles de menos que las broncas en casa.
Hathor le miró con comprensión.
—La vida sigue.
—La vida sigue —aceptó Arturo.
El hombre miró a su alrededor dando la conversación por
zanjada.
—Bien, ¿esto es todo?
Era un almacén realmente grande, con cajones y
contenedores colocados en fila, sin ningún orden en particular, y llenos a
rebosar de cartas.
—¿Te parece poco? ¿No te das cuenta de que cada año hay
más?
—Cada año hay más niños —observó el otro.
—Y cada año son más pedigüeños —refunfuñó Arturo—. No sé
muy bien con qué intenciones, pero he visto varios paquetes grandes…
—Siempre los hay.
—Pero esta vez más grandes que de costumbre. Eso de que
traten de sobornar a Papá Noel o a los Reyes Magos con jamón ibérico tiene su
gracia, pero también es un poco siniestro. ¿No crees?
Pero Hathor no le estaba escuchando. Paseaba la vista por
la sala, con los ojos aguzados, pretendiendo escrutar algo… como una aguja en
un pajar que se pudiese ver de lejos.
—Vamos por orden en las primeras filas. Cuanto antes
empecemos, antes terminaremos.
El paseíto de la prensa cada Nochebuena para filmar las
cartas que los niños de todo el país enviaban a Santa Claus era una tradición.
Como Arturo siempre le decía a quien le quisiera escuchar, había reportajes que
eran fijos en el telediario: regalos en Reyes, playas en verano, Sanfermines,
disfraces en Halloween… Y a él le tocaba, por contrato, supervisar el trasiego
y almacenamiento de cartas; primero las de Papá Noel y unos días más tarde las
de los Reyes Magos.
Cuando venían los reporteros con las cámaras se ponía
nervioso cada vez que sacaban una carta de las sacas para enseñarla a la
audiencia. Ya había salido tarifando con más de uno que había intentado
llevarse alguna.
—¡Si las vais a quemar! ¿Qué más te da? —le había dicho
el último.
«Ay, chavalín. ¡Si tú supieras!»
Primero se llevaban a un almacén aparte las de Papá Noel
y unos días más tarde se añadían las de los Reyes.
Arturo desconocía qué tipo de organización era aquella a
la que Hathor pertenecía, pero se las habían apañado para convencer al servicio
estatal de reunir todas, incluidas aquellas que se entregaban en los centros
comerciales y los colegios: las llevaban allí procedentes de miles de buzones
del país y, sin clasificar ni nada, las metían en grandes cubos dispuestos en
filas esperando una supervisión… la de Hathor.
Y aquel hombre misterioso que despedía un aura de paz y
bondad infinita, de pronto mudaba el marrón de sus iris y se volvían de un
prístino plateado, volviéndolo más solemne mientras volcaba una a una las cajas
y se rodeaba de montañas de cartas, algunas bañadas en purpurina que impregnaba
su ropa dándole un aire aún más sobrenatural.
Esos ojos hacían un rápido barrido a los sobres
desperdigados por el suelo, viendo algo, una suerte de rastro imperceptible a
la vista del común de los mortales como Arturo.
Hathor había tenido la misma mirada la noche en que le
salvó la vida a Arturo, cuando este agonizaba por una sobredosis de caballo, y
mientras se reflejaba en sus ojos que eran como dos espejos, allí donde veía
decadencia y muerte, también vio luz. Ocurrió algo, un milagro tal vez. Y
sintió cómo le arrancaban del cuerpo el demonio de las drogas y se eliminaban
de raíz los cimientos rotos de su psique que le habían llevado a ese abismo.
Le ofreció a Arturo una vida plena, un buen trabajo y
estabilidad, y a cambio solo tendría que hacerle un favor: se ocuparía de que
todas las cartas navideñas de todos los niños de España le serían entregadas a
él la noche de Reyes.
Y cumplió. Vaya que sí. Durante más de treinta años nunca
dejó de faltar a esa cita sin preguntar ni entender el propósito. Lo único que
veía era que de cada velada Hathor seleccionaba entre dos y cinco cartas que
cogía con mucho desagrado y se las llevaba dentro de una bolsa de papel.
Eran las dos de la madrugada cuando, después de vaciar
todos los contenedores y crear con su contenido una alfombra de deseos, se
acercaron junto al pequeño escritorio y se pararon a contemplar las tres cartas
escogidas por Hathor aquella noche.
—Nunca te he preguntado y no sé si quiero saberlo… pero
siendo como tú eres, me imagino que lo que escoges son las cartas de los
mejores niños, ¿no? Supongo que niños necesitados que se merecen lo que piden,
o niños muy buenos… ¿Los más buenos del país, tal vez?
La mirada de Hathor era paternal, puede que incluso
hubiese en ella cierta dosis de melancolía y compasión hacia aquel hombre que,
después de todo, siempre esperaba lo mejor del ser humano tras haber sido
salvado de sí mismo.
—Me temo que no. De los niños buenos se ocupan sus
padres.
Hathor cogió la carta del centro, un sobre grande algo
abultado. Lo abrió con las puntas de los dedos, con desagrado, como si doliese,
y, tras ahuecarla un poco, volcó el contenido sobre la mesa.
—¡Joder! —exclamó Arturo al ver aquella monstruosidad.
Se habían molestado en meter el cadáver del gecko dentro
de una bolsa de plástico, tal vez para no manchar el sobre. Tenía tornillos
ensartados en los ojos y las patas cortadas. Al lado una nota que decía: «Mi
hermana llora mucho. Dice que quiere otra puta lagartija.»
—De los niños malos me ocupo yo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario