12 diciembre 2022

Diablo viejo, coño exigente


ADVERTENCIA A NAVEGANTES: Este es un relato erótico con una fuerte carga violenta. Si eres sensible o aprensivo te recomiendo que no lo leas.

 


La lluvia había parado hacía una hora y las aceras, mojadas y bruñidas, devolvían el eco de los pasos de los transeúntes que seguían con su ajetreada vida mientras Laura esperaba en una esquina. Sólo ella no se movía.

No es que estuviese aterida de frío, aunque no le habría venido mal entrar en esa cafetería. Su temblor no se debía a eso y tampoco es que fuese tan evidente: cualquier persona que se la cruzase pensaría que era una pelirroja bonita y enfadada, tal vez plantada por un novio o una amiga que llegase tarde y que por eso le asomaba el ceño fruncido y apretaba la mandíbula.

El ligero temblor que sólo ella notaba le venía de dentro. Más aún; le provocaba calor y venía del miedo derivado de una letanía de reproches internos: «¿Qué estás haciendo? Eres imbécil». Tampoco ese miedo le provocaba excitación sino más bien sentimiento de culpa. Y eso que no era la primera vez que lo sentía en su vida.

Cuando vio el coche negro perlado de gotitas de lluvia parar en la esquina lo supo: aquello era otra gilipollez más. Una de tantas. Una de esas muchas en las que se había dicho que de algo hay que morirse y que adelante con todo. Y luego se metía en líos muy gordos.

Exhaló un suspiro al frío aire que se convirtió en vapor para luego desaparecer.

Sus pies, vacilantes y nada experimentados en el uso de tacones, se encaminaron hacia la berlina con decisión mientras una pequeña parte de su cerebro le imploraba que se metiese en la cafetería y no se presentase.

Golpeó la ventanilla del conductor con el nudillo y bajaron el cristal ahumado.

Era un hombre de unos cuarenta, vestido de negro y con el móvil en la mano derecha la miró expectante.

—Buenas… —titubeó ella— ¿Este coche es para Laura G.?

—Sí —asintió animado, tal vez porque le hacía ilusión no tener que esperar más—, sube.

Ella, en lugar de ir directa al asiento trasero, rodeó el coche por detrás y se paró a tomar una foto de la matrícula. Después se subió por el lado derecho.

Era una de las normas: ella tomaría una foto de la matrícula y se la mandaría a una amiga (cosa que hizo en cuanto se sentó… a Viena, para ser más exactos) y de esa forma tenía la seguridad de que el coche, y quien lo había pedido, quedarían identificados en el caso de que le pasara algo.

Era la primera vez que subía en un coche así. Había viajado en taxi y con agencias, pero nunca con el nivel de lujo que presentaba ese automóvil: había pantallas en los respaldos, cargadores inalámbricos, una pequeña nevera y una pantalla ahumada que la separaba del conductor.

Cuando hubo mandado el mensaje a Viena guardó el móvil en el bolso y tocó un botón del intercomunicador.

—¿Sí, señorita?

—Supongo que no podría decirme a dónde vamos.

Se hizo un tenso silencio de unos segundos y cuando habló, el hombre parecía cohibido.

—Bueno… me han dicho que no se lo diga. Era un requisito que…

—Vale. Tranquilo. Da igual.

—Dijeron que usted ya lo sabía…

—De verdad, da igual.

Ya no hablaron más y ella se limitó a mirar por la ventana mientras veía pasar los edificios del centro de Los Ángeles. Sabía que no debía estar haciendo eso. Aquello de mirar.

Nada más entrar ya se percató de la cajita negra que había en el asiento. La había echado a un lado con desdén, como si ignorándola aquello no estuviese pasando del todo y sólo fuese una fantasía a medias… pero tuvo que ceder a la realidad.

Cogió la maldita caja y la abrió. Incluso el estuche parecía de buen material, forrado en tela negra con filigranas, le habría gustado quedárselo para meter su colección de pendientes. Ese día no se había puesto ninguno. Otra de las normas: nada de joyas ni piercing. En su lugar el único aditamento que llevaría era aquello que contenía la caja; un antifaz negro, sin agujeros, como los que regalaban en los aviones para poder dormir. Sin embargo, este era algo distinto porque era rígido y se le adaptaba a la cara como un guante y también le cubría toda la nariz lo que le daba cierto aspecto de gato. Olía a tela nueva, plástico y a algún químico suave. Una fragancia atrayente que no le disgustó.

Se lo puso por encima de su melena cobriza recogida en una trenza. Lo de la trenza era otra indicación. Constató que no veía nada, ni un mísero atisbo de luz, y tenía que reconocer que aquel complemento, además de bonito y de adaptarse a su cara aniñada, cumplía su función francamente bien.

Suspiró y apoyó la cabeza en el respaldo. Se mordisqueó una uña y se dejó llevar, mientras aquel coche que surcaba el pavimento salpicando agua la llevaba camino a ninguna parte.

Recordó lo decepcionante que había sido el último. Se había limitado a hacer lo suyo y se acabó, como si un par de ligaduras y cuatro azotes pudieran, ya no superar, sino equipararse a ninguna emoción intensa que hubiese vivido a esas alturas. Las peleas en el ring con Gary habían sido mucho más interesantes. Qué cojones… hasta los juegos de su infancia, cuando sus hermanos mayores acababan embutiéndola como una salchicha con la cuerda de tender, mientras ellos le lamían la cara, le hacían cosquillas y la mordían…  aquellos juegos eran infinitamente más emocionantes que los de ese tío, ese supuesto señor del sado.

Cierto era que él había dicho que empezarían con algo suave, por ser la primera vez. Sin embargo Laura empezaba a sospechar que no necesitaba una primera vez porque ya había tenido unas cuantas: con Gary, con Romeu, con aquel tipo del bar… y la lista seguía. Algunos de aquellos hombres hasta la habían dejado, no sabía si conmocionados era la palabra, porque no eran capaces de seguirle el juego de forcejeo. El único fue Gary, más o menos, y fue el que más le duró.

El chofer le habló por el altavoz y le dijo que iban con retraso por el tráfico. Ella, cegada, tanteó la consola con los dedos hasta dar con el botón y le dio las gracias.

«Igual con un poco de suerte ni llegamos».

Hacía unos meses que había llegado a una conclusión. Una epifanía, más bien. Pese a su corta edad de veintitrés años, llevaba casi toda su vida sexual masturbándose con vídeos que simulaban violaciones. No violaciones reales (una vez sin querer topó con uno y le dieron ganas de vomitar), pero sí simulaciones en las que finalmente se notaba que la mujer cedía y disfrutaba. Algunos eran tan extremos y tan auténticos que los participantes se veían obligados a grabar a la mujer al final del vídeo para confirmar que había sido consensuado. Esos eran los que más le gustaban a Laura. Ella quería eso.

Después del señor del sado tuvo que hacer una búsqueda y una buena criba. Descubrió la red bdsn.ca.net, una red social en la que las sumisas (o sumisos… los menos) se exhibían con fotos y vídeos como la exposición de carne en un día de mercado. Sin embargo los dómines no estaban obligados a revelar información más allá de sus comentarios en los foros y las valoraciones de los sumisos que habían estado con ellos. Esto a Laura la indignó en un principio: «¿Por qué yo tengo que poner mi foto y ellos no?» Y fue tan osada que puso la pregunta en un foro. Y le contestaron:

«Fácil. Porque tú eres inferior».

Aquello era difícil de digerir y le llevó un tiempo. En el mundo real puede que ella quisiese pensar que todos los humanos son iguales ante los ojos de Dios y de la ley, y que insinuar lo contrario fuese una injusticia digna de una cruzada. Pero en el mundo BDSM esa regla no se cumple porque ese mundo es una fantasía. Un ideal. El sumiso necesita ser inferior para disfrutar y sólo el dómine con su superioridad y su sadismo puede satisfacerlo.

Así pues, hay castas por deseo de ambas partes, hay normas para que ese deseo se cumpla y así todos se sienten integrados dentro de una comunidad atípica que funciona de otra manera.

Y, aun así, adaptándose, le costó mucho encontrar lo que buscaba.

Lo que ella pedía era una violación prácticamente real. Se defendería si la atacaban y ella tendría que zafarse… para ella era la idea más natural y si no, no tendría sentido. Pasó semanas conversando con distintos dómines y uno tras otro se negaron. Ya no era sólo la idea de que pudieran recibir un golpe de una jovencita que practicaba kickboxing y defensa personal o que ellos mismos pudiesen hacerla daño sin querer, era el concepto en sí de violación: nadie les aseguraba que tras la sesión ella no fuese a poner una denuncia.

«Lo tuyo es agonofilia: te ponen las peleas”.

AMO-K fue la única respuesta positiva… con objeciones.

Primero estaba todo el lío del coche y luego lo de la ropa y el pelo. Debía llevar trenza de raíz, hasta ahí bien. Pero le había costado dios y ayuda conseguir un vestido y unos zapatos elegantes de tacón porque ella siempre iba en chándal, vaqueros y zapatillas. Sin embargo, hizo el esfuerzo y accedió.

Luego estaba el encuentro en sí.

«Peléate conmigo, si puedes, pero nada de golpes en la cara ni en la entrepierna. Si me falla la herramienta no podré trabajar».

Ese «si puedes» le había parecido un poco pedante, y lo demás la desanimó. Si no podía defenderse como si fuese real, aquello perdería toda la gracia.

De pronto el coche accedió por un camino de tierra y pasados dos minutos se detuvo.

«Señorita, ya hemos llegado».

Ella lo agradeció y se sintió aliviada de bajar porque había empezado a marearse. Aliviada… hasta que se dio cuenta de lo que se le venía a continuación. Entonces le dio una taquicardia y la punzada de mareo se acentuó un poco más.

Salió al frescor de la noche, porque, aunque se había montado a las cinco y media de la tarde, estaba segura de que media hora después ya habría anochecido. Tampoco podía comprobarlo puesto que con el antifaz no veía nada.

Se agarró de la puerta y se retiró a tientas un par de pasos sorteando piedras, lo justo para poder cerrar y que el coche no la atropellara al marcharse. Entonces oyó un ruido, la puerta del conductor al abrirse.

—Oiga…

—¿Sí?

Él se quedó callado. Parecía estar evaluando el motivo por el que aquella chica se había quedado ahí parada con un antifaz en la cara.

—¿Está segura de que quiere quedarse aquí?... Está bastante oscuro y no es muy buen sitio.

«Este tío tiene razón. Debería volver al coche y largarme».

—No se preocupe. Váyase, de verdad. Estoy bien.

Oyó pasos en la gravilla y el tipo que se acercaba. Ella de pronto estaba aterrada, pero por orgullo no lo demostró. Se quedó muy quieta.

—Mire… le dejo mi tarjeta ¿de acuerdo? Si necesita cualquier cosa, llámeme.

Y le metió la tarjeta en el bolsillo de su abrigo rojo. Y se dio media vuelta. Y subió al coche. Y se fue.

Ella aún seguía mareada. Olisqueó el aire a través de la máscara, con cierto tufo marino y tras aguzar el oído pudo deducir que estaba cerca del puerto de Los Ángeles. ¿Un polígono industrial tal vez?

El rumor del coche se había perdido hacía un minuto y ella ya se estaba planteando que había sido un error dejarle marchar. No era sólo el hecho de que alguien pudiera verla haciendo el ridículo de esa guisa, era que tal vez ese alguien, quien fuese, a lo mejor no albergaba buenas intenciones.

Y luego estaba ese AMO-K.

A ver… el tipo le había caído bien, más o menos. Le había resuelto todas las dudas que ella le había planteado y había sido ameno y paciente, una actitud intachable. Pero, aunque él le había preguntado todo tipo de cosas, desde la talla del sujetador hasta las alergias y le había pedido fotos de todos los tipos y formas, ella no sabía ni su aspecto ni qué edad tenía.

Por pura deducción se imaginó que tendría alrededor de cincuenta. Porque la mayoría de los dómines rondaban esa edad, década arriba, década abajo.

Al principio, cuando empezó a ver vídeos, le resultó curiosa la enorme diferencia de edad entre dómines y sumisas, que en su mayoría se sacaban por lo menos veinticinco años entre ellos. Esto era una constante y acabó por preguntarlo en el foro.

«Pues es muy sencillo: el dómine busca a la sumisa por su belleza, su lascivia, su obediencia, su flexibilidad y su aguante. Lo que se suele dar más en gente joven. La sumisa, por su parte, busca al dómine por su experiencia, no por su físico. Cuanto mayor sea y más tiempo lleve en el gremio, mejor dómine será».

¿Cómo era el dicho? Más vale el diablo por viejo que por diablo.

Y de hecho esto era así en las reseñas. Los dómines mejor valorados que publicaban su edad rondaban los cincuenta, salvo un par de excepciones que no bajaban de los treinta y cinco.

La pericia estaba muy cotizada, más que el aspecto, por eso en las reseñas estaba prohibido hablar del físico y se limitaban a la destreza.

«Increíble. Explosivo y sexy. Es muy agudo y sabe lo que se hace. Lo recomiendo 100%».

Esta era la primera reseña de AMO-K. O, por ejemplo:

«Tiene una colección de chismes increíble y una técnica muy depurada. Se nota que para él esto es pasión y no un pasatiempo. Me muero por repetir. ¡Llámame!».

Dejando a un lado que a Laura todos estos comentarios le daban vergüenza ajena, también le pareció interesante que, sin estar en el top ten, no tuviese ni una sola valoración negativa. Eso era un alivio.

Llevaba ya cinco minutos allí plantada, con aquel mareo sofocante y sólo aliviado por la fría brisa. Había pasado de la euforia y el terror a la impaciencia y el cansancio. Se notaba de pronto somnolienta y harta y a punto estuvo de quitarse el antifaz para llamar a un taxi cuando le pareció oír pasos.

«¡Por favor que no sea él! O peor aún, ¡qué no sea un desconocido y me pregunte qué cojones hago aquí con los ojos vendados!»

Los pasos en la gravilla se acercaban, primero rápido y después, cuando estaban a unos pocos metros, fue más despacio. Ella no dijo nada. El otro, si es que no era un fantasma, tampoco dijo nada.

Otro paso.

Taquicardia.

Otro paso.

Mareo.

Otro paso.

Debía de estar a medio metro escaso. Podía oler, sin esfuerzo, y pese al aroma a plástico de la máscara, un perfume de hombre, intenso y exótico. No parecía de los baratos.

Ella no dijo nada. Él tampoco.

Estaba nerviosa y con miedo. ¿Qué se suponía que debía hacer? Aquel hombre estaba ahí para abordarla y no hacía nada. ¿Es que ella tenía que preguntar? Se planteó decir «rojo», la palabra de control para parar todo aquello, pero su maldita curiosidad la llevó a callar.

De pronto, con la respiración acelerada, se desequilibró y estuvo a punto de caer hacia atrás. Unas manos la cogieron a tiempo de caer de mala manera al suelo, donde quedó sentada, sin embargo, eso la pilló por sorpresa y del susto pegó un grito y un manotazo… y recibió una bofetada.

De la indignación lanzó una patada al aire y un puñetazo que fueron repelidos y esquivados.

Y se llevó otra bofetada.

Empezó a gritar y a manotear y a retroceder como pudo hasta que dio con una pared. Y otra bofetada le sonrojó la cara y ella siguió intentando defenderse, sin fuerzas, y se percató de que sus golpes eran cada vez más flojos y sus brazos los notaba más blandos. Y entonces calló en la cuenta: la máscara.

—Me has drogado…

Aquel olor a plástico no era tal. Ahora lo entendía.

Habían hablado de palabras de seguridad, de que ella se defendería… pero no había mencionado nada de ponerle droga en la máscara para manipularla más fácilmente. Eso fue un golpe bajo y la puso furiosa. Fue inútil.

Estaba muy consciente, aunque mareada, pero no tenía fuerzas. Trataba de arrancarse la mano que ahora le oprimía el cuello y no era capaz. Entonces él la dio la vuelta y la puso boca abajo en el suelo para poder colocarle los brazos a la espalda y atarlos con una brida. Después volvió a incorporarla como si fuese una muñeca de trapo. Oyó un chasquido, el de una navaja al abrirse, y tras cogerla dolorosamente del flequillo le puso la navaja en el cuello.

—Como me muerdas —dijo una voz grave—, te juro que te rajo la cara. ¿Está claro?

Entonces tuvo miedo. No había sido ni durante la pelea, ni al maniatarla, ni el notarse drogada. Lo que la despertó había sido la voz, el tono, la amenaza.

Lloró.

Oyó como el otro plegaba y guardaba la navaja. Luego oyó, a pocos centímetros de su cara, cómo se bajaba la bragueta.

Lloró más fuerte.

Volvió a cogerla del pelo y la atrajo hacia adelante. Ella gritaba que no, sin fuerzas, y él volvió a pegarla. La atrajo de nuevo y le puso la polla en la cara, se la restregó, mientras ella trataba de zafarse y repetía que no.

—¡Abre! —dijo meneándole la cabeza con un tirón de pelo.

Le puso la punta en la boca y presionó. Ella abrió, a su pesar. Primero se la metía poco, pero tras un par de veces la sacó y le volvió a dar con ella en la cara haciéndole daño en los labios.

—No quiero dientes, puta, o te los salto.

Le echó la cabeza hacia atrás y la escupió en la mejilla. Ella gritó y lloró de humillación.

Estuvo varios minutos moviéndole la cabeza, usando el pelo como asa, obligándola a mamarle. En un momento dado la forzó, agarrándole la cabeza con ambas manos, a metérsela todo lo que pudiera, lo que la provocó una arcada atroz.

—Así —gimió él—, hasta los huevos.

Ella sintió una vergüenza horrible. No era sólo que él dijese esas cosas, o que la estuviese humillando y vejando de esa manera, es que, para su vergüenza, pese a las lágrimas, aquello le estaba gustando. Notó una pequeña muestra de fluidos salir de su vagina, contra su voluntad.

Para su propia sorpresa, empezó a cogerle gusto a chupar ese pedazo de carne hinchada. Le sabía bien y la excitaba… pero no pensaba reconocerlo. Siguió lloriqueando, porque la rabia y la vergüenza seguían ahí, pero succionarle mientras él le movía la cabeza de forma rítmica empezó a hacérsele delicioso.

Entonces él la apoyó contra la pared, y con la cabeza bien firme agarrada por el pelo y el mentón, empezó a follarle la boca. Le oía gemir y gruñir «así, puta, así», y la nariz de ella tocaba su pubis mientras la violaba con fuerza, hasta la campanilla. Se ahogaba y tenía arcadas. Movía los pies, nerviosa, con las pocas fuerzas que le quedaban por la droga. Las manos a la espalda le dolían.

—Trágatelo, vamos.

Se la metió hasta la garganta, hasta el punto de que el chorro de semen ni siquiera llegó a saborearlo, sino que lo tragó directamente. Aunque los tenía tapados, sus ojos estaban rojos, desorbitados por las arcadas y la máscara con la droga estaba empapada en lágrimas y sudor. Las babas se caían de sus labios.

—Límpiame, guarra.

Y le restregaba la polla en la cara mientras ella lloraba de asco porque le estaba dejando restos de semen en las mejillas.

Le oyó guardarse el miembro y subirse la cremallera, y después la agarró del brazo, la obligó a ponerse de pie y se la echó al hombro cual fardo. Ella pataleó.

—¡No, déjame, a dónde me llevas!

Laura había pensado que la felación concluía el acuerdo, pero era evidente que él no lo veía así porque la estaba raptando.

La acarreó hasta un coche y la dejó en la parte de atrás, en un gran maletero, donde la tumbó y le quitó la máscara envenenada.

Aquel tipo o llevaba un pasamontañas o no tenía cara, porque en la oscuridad, y pese a la luz lejana de una farola moribunda, no pudo distinguir ningún rasgo, sólo un pozo negro dentro de la capucha.

El hombre le puso otra máscara, esta vez una de cuero que le cubría toda la cabeza excepto los labios y los orificios de la nariz, y que se abrochaba con velcro y cremallera. Entonces Laura perdió un momento el conocimiento. Cuando lo recuperó le había quitado las bridas y le estaba quitando con dificultad el abrigo rojo que oyó lanzar a un lado del maletero. Volvió a perder el conocimiento unos segundos y al recuperarse aquel tipo la estaba atando con cuerdas de forma extrañísima. Notaba la presión de las cuerdas, cómo corrían por su pecho o por sus brazos desnudos provocándole quemazón por el roce, el movimiento de las manos de él al hacer los nudos… ella no podía moverse, no tenía fuerzas.

—Suéltame… —balbució.

La consciencia iba y venía y aquel hombre trabajaba sobre ella y al volver en sí cada vez tenía el cuerpo más contorsionado e inmovilizado. Finalmente, al despertar, estaba en el maletero, con el coche en marcha, sin saber hacia dónde ni qué iba a ser de ella. Se percató de que la habían amordazado.

Dio un par de resoplidos a través de la mordaza antes de desmayarse de nuevo.

Volvió a espabilarse cuando el coche hizo un extraño, como si fuese cuesta abajo y ella acabó dando con la parte trasera del asiento. Su postura era muy rara, aunque no tardó en reconocerla: le había atado el pecho y los hombros y le había juntado las manos a la espalda. Después había desnudado sus pies, había atado con firmeza los muslos juntos y hasta los tobillos, de donde partían cuerdas que los unían con las manos y la obligaban a tener las piernas en alto y los brazos hacia atrás. Ahora que reconocía la técnica de bondage se quedaba algo más tranquila, sólo un poco, al saber que aquel no era un violador cualquiera sino el tipo experto con el que había quedado.

Ya no estaba atontada por la droga de la otra máscara e intentó quitarse la capucha. En vano. Aquel complemento estaba bien sujeto, con la cremallera que le recorría toda la parte trasera de la cabeza y un velcro que lo dejaba sujeto con fuerza a su mentón, sería imposible quitárselo sin usar las manos.

Se empezó a plantear si debía usar la palabra de seguridad en cuanto le quitasen la mordaza. Si no el drástico «rojo», para pararlo todo, por lo menos «amarillo», que era algo más laxo, para ver qué reacción tenía él. Para ver si le preguntaba si estaba bien o cualquier cosa… pero ambas opciones le daban muchísima vergüenza.

Estaba aterrada y lloraba. No sabía seguro si aquel hombre haría lo que le había prometido o era sólo un psicópata que la iba a cortar en pedacitos. En cualquier caso ¿en qué cambiaría decir nada? Si iba a hacerla daño por el mero hecho de gritar un color él no la iba a escuchar.

Además, en su terror también estaba la paradoja de que aquello la excitaba. Entre la frustración podía vislumbrar un remanente de lujuria, un calambre en el bajo vientre y los labios, recién depilados, estaban cubiertos de una pátina acuosa, lúbrica, y un clítoris que palpitaba ignorando el sentido común.

Sintió rabia por su insensatez y por su poco autocontrol. Por su manía de meterse en líos con la sola intención de sentir algo, lo que fuese, que le hiciese sentirse orgullosa de ser atrevida y, por qué no, lasciva.

Sin embargo, sólo su sexo iba en esa dirección. Ahora, dentro del coche, se notaba más a salvo mientras él estuviese al volante, pero sabía que no tardaría en arrepentirse de nuevo. Entre sus sollozos podía oír música proveniente de la radio.

El coche paró y oyó una conversación del hombre con otro tipo. ¿Podría pedir ayuda? ¿Tenía eso sentido?

Después el vehículo volvió a ponerse en marcha y bajó, y otra recta y volvió a bajar. Y con cada bajada ella se daba con el asiento trasero.

«Estoy en un parking».

Paró. El motor se apagó. Ella empezó a temblar.

Pasos fuera y se abrió la puerta del maletero. Una vaharada de aire frío y con olor a goma le confirmó que estaba en un garaje.

Ella apoyó la frente y lloró sólo un momento antes de que unas manos tirasen de su pierna y su brazo izquierdos como si fuera un saco. Gritó y se revolvió por la impresión, pero eso no amedrentó a su secuestrador.

Volvió a oír el chasquido de la navaja y tuvo la intención de encogerse, pero no pudo. Él le agarró las piernas y ella intentó zafarse. Segura de haberle dado un golpe con los pies, le oyó maldecir y se asustó temiendo represalias. Él se subió al maletero como pudo, le agarró con fuerza las piernas y cortó la cuerda que mantenía unidas sus muñecas con los tobillos. Le bajó las piernas y se puso a horcajadas sobre ella, apoyando todo su peso con el brazo izquierdo en su espalda, le dolía y hasta le cortaba la respiración. Oyó como cerraba la navaja y mientras ella se movía tratando de liberarse, él metió la mano bajo el vestido, le apartó el tanga y le metió un dedo en el culo.

Lo hizo con violencia y la penetró varias veces con crueldad mientras ella gritaba de dolor y vergüenza. Se inclinó sobre su oído y le susurró.

—Como vuelvas a darme una patada, en vez del dedo te meto la navaja.

Su voz era firme y gruesa. De haber sido otra circunstancia le habría parecido sensual. Ahora le daba miedo.

Retiró el dedo del ano y le dio un azote… probablemente el azote más fuerte que le habían dado en su vida. Luego hizo lo propio con la nalga izquierda. Y después a la derecha otra vez. Le sobó el trasero con lascivia.

—Me lo voy a pasar muy bien con este culo.

Ella gimió y lloriqueó a través de la mordaza.

El hombre salió del coche y la puso bocarriba para, a continuación, tirar de las cuerdas y obligarla a sentarse. Entonces él volvió a cargársela al hombro como si no pesase nada. Las idas y venidas al moverla la habían dejado desorientada y confusa, sin embargo, aquel debía ser un hombre alto porque al elevarla pareció que no terminaba nunca de erguirse.

«Peléate conmigo… si puedes».

Ahora entendía por qué aquel era el único tío que había accedido a someterla. Estaba tan seguro de su superioridad física que no había tenido reparo en aceptar el reto. Y aun así la había drogado por si acaso.

La cargó hasta un lugar con eco, como un recibidor, y le oyó pulsar un botón, probablemente un ascensor.

«¿Tan seguro está de que nadie le pillará conmigo en esta situación? ¿Y si algún vecino coge el ascensor? O aparece alguien en el garaje…»

Ella estaba cansada y le costaba respirar porque, además de la mordaza y la máscara, el hombro de aquel bestia se le clavaba en el estómago. No tenía ánimos ni para tratar de zafarse. Pataleó un poco, por el qué dirán, pero él le dio un fuerte azote y acto seguido entró en el ascensor que con un alegre tintineo abrió sus puertas.

Subió y subió y subió. ¿Siete pisos? ¿Ocho? Salió. No parecía haber nadie en el edificio por la ligereza con que se paseaba con ella cargada al hombro por los pasillos. Oyó cómo él abría una puerta de seguridad, de huella, y ya sólo el olor a madera y la subida de temperatura al entrar en esa sala, supo que ya no tenía escapatoria: estaban en algún lugar privado.

La descargó y la dejó tirada en el suelo, bocabajo.

Le oyó moverse por el piso, coger cosas o dejarlas…

Ella intentó arrastrarse, desliarse… cuando era pequeña le resultaba fácil salir de las ataduras de sus hermanos, pero aquello era muy distinto, eran nudos preparados a conciencia.

El hombre se acercó, se quedó de pie a su lado y sólo se inclinó sobre ella para quitarle la mordaza. Laura escupió toda la baba que se le había acumulado y movió la mandíbula para desentumecerla.

—¡Suéltame, hijo de puta! ¡Suéltame!

Él la pisó la cabeza. Podía notar la presión en la sien a través de la máscara y la suela de goma clavándose en su mejilla, la cara aplastada contra el suelo. Gritó como pudo a través de los labios apretujados.

—Cállate, puta estúpida. No haces más que lloriquear.

La cogió de las cuerdas que se enredaban en su espalda y la arrastró por el suelo a unos metros más allá.

—¡Suéltame joder! ¡Que me sueltes!

Él se apartó un momento y volvió. Apoyó algo en su brazo derecho y le dio una descarga eléctrica. Ella Gritó.

Lo volvió a apoyar en su omóplato izquierdo. Descarga. Luego en una pierna, después en la nalga izquierda, en la planta del pie, en la otra pierna…

Aunque no eran descargas muy fuertes los chispazos hacían que gritase de dolor mientras se contorsionaba.

—¡No por favor, no!

Le oyó una risilla, una burla.

Se separó de ella y Laura sintió cierto alivio de que hubiese parado, pero estaba angustiada, dolorida por las descargas, con los brazos entumecidos.

Cuando regresó se colocó a horcajadas sobre sus piernas y le puso algo en los tobillos, unas correas o una tobillera. Se levantó y cuando volvió, en la misma posición, le enganchó a la tobillera izquierda una barra de metal.

—¡No, suéltame! —dijo moviendo enérgicamente los pies.

—¿Otra vez?

Le soltó la pierna y se sacó de un bolsillo aquella cosa y le dio una descarga larga en el muslo derecho.

Ella gritó de dolor.

—¿No te gusta?

Y le dio otra en el muslo izquierdo. Se volvió a guardar el taser y siguió manipulando la barra en el tobillo. Sacó un cúter y cortó las cuerdas que mantenían unidos los muslos y los separó a la fuerza.

Laura tenía las piernas adormecidas y doloridas y no paraba de llorar por la impresión. Aun así, movió la pierna derecha para que no la enganchara a la barra. Él hincó una rodilla en su muslo derecho y del dolor que le produjo no pudo moverla más, así acabó fijándole el hierro al tobillo. El metal era extensible, regulable. El tipo hizo algunos ajustes y lo abrió del todo.

Ahora tenía las piernas abiertas de forma obscena y totalmente indefensa.

El hombre se levantó y se alejó. Laura, entre sus propios gemidos, oyó algo extraño, como un mecanismo que se activase y se moviese sobre su cabeza. Luego un sonido de cadenas que se movían sobre ella y que notó al momento que caían poco a poco sobre su espalda.

El tipo cogió la cadena y con un mosquetón se lo enganchó a los nudos que ella tenía entre las muñecas.

—¿Qué me…?

Iba a preguntar qué le iba a hacer, pero se dio cuenta al momento de que él no le contestaría.

Entonces la cadena volvió a subir con ese ruido de poleas, hasta el punto de que sus brazos, atados hacia atrás, se quedaron en una postura antinatural y dolorosa. Ella gritó e intentó hincar las rodillas para elevarse, pero la barra de los tobillos lo hacía muy complicado.

—¡Levanta! —le bramó él.

Ella lloró y lo intentó, pero le fue imposible.

—No puedo —babeó—, no puedo…

Estuvo así un par de minutos, peleándose con la gravedad y sus miembros que le dolían y no respondían.

Finalmente, harto de esperar, él resopló y la cogió de las correas de la espalda y la puso de pie. Después se puso delante de ella y agarrándola del cuello le dio una bofetada.

—Menudo fondo físico de mierda que tienes.

La escupió en la cara, junto a la boca, y ella se revolvió asqueada. Entonces él volvió a sujetarla y a escupirla. Él le restregó la saliva con la mano y le obligó a abrir la boca para metérselo dentro. Le metió media mano dentro de la boca hasta que a ella le dieron arcadas.

—Abre la boca —dijo cuando le sacó la mano. Como no obedeció la agarró del cuello y la abofeteó— ¡Que abras la puta boca!

Ella llorando obedeció y él le escupió en la boca de nuevo.

—Vamos, traga.

Le lamió la cara repasándole los labios, el cuello y las mejillas con dedicación. Jugueteando con la lengua de forma obscena.

Ella cerraba los labios con fuerza y trataba de apartarse, pero estaba bien sujeta. Lo más terrible de todo era que su propio cuerpo la traicionaba. Aquello le daba un asco atroz pero su sexo no paraba de humedecerse.

Al final se separó de ella, que quedó desolada a la espera de ver qué más podía pasarle.

Volvió a oír la máquina y las poleas, y las cadenas volvieron a subir. Pronto tuvo que inclinarse hacia adelante, forzada, porque si no los brazos volvían a quedar en un ángulo doloroso, y esto hizo que su postura fuese indecente: con las piernas abiertas y el cuerpo echado hacia adelante.

Él se acercó y le puso algo junto a la oreja, lo hizo sonar: unas tijeras, abriéndose y cerrándose.

—Cuidadito —le pasó la punta a lo largo del brazo en tensión, de abajo a arriba, apretando y haciéndole un pequeño arañazo. Le restregó la hoja por el hombro, lo que le dio una idea del gran tamaño de aquellas cuchillas, y bajó por su garganta y hasta el escote—. ¿Te sobra algún pezón?

Ella se revolvió, «¡no, por favor!», y lloró. Aquella pregunta la había asustado de verdad. ¿Y si era capaz?

Él soltó una risita sibilina.

—Tranquila. Por ahora tus pezones me hacen falta.

Se fue a su parte de atrás, a su trasero, le levantó la falda, le dio un azote bien fuerte y empezó a restregarle el canto de las tijeras por el culo, luego más hacia adentro, hacia el ano, luego hacia su sexo, empezó a frotarlo con ellas.

—Esto te pone.

—¡No, para por favor, para!

Pero no le hizo caso. Siguió frotándoselas sobre el tanga y, a su pesar, la caricia del metal era agradable.

—Para por favor… —lloró.

Él la dio otro azote y le sobó el culo mientras seguía frotándole con aquel peligroso instrumento. Al poco retiró las tijeras y empezó a cortar el vestido.

Aquella ropa era de su madre… un pensamiento absurdo, sobre cómo iba a justificar haberlo roto, se le cruzó por la cabeza y se fue tan rápido como vino: después de todo lo que le estaba pasando, el vestido era el menor de sus problemas.

Cuando cortó la prenda hasta las cuerdas de su espalda directamente cogió la tela y la rasgó de un tirón. Ella dio un grito. Su espalda quedó al descubierto, él se aproximó, pegó la erección a su trasero y se inclinó para cortar los tirantes. Se frotó un poco con ella, dejando que notase su polla a través de los pantalones. Ella gimió a su pesar. Después él tiró de los girones que quedaban de la prenda, sacándola de las cuerdas y dejándola en ropa interior.

Le dio tironcitos suaves del tanga, de tal manera que eso presionaba su coño con delicadeza. Repasó el recorrido de la tira central con un dedo, rozando con su nudillo su ano, luego sus labios humedecidos, su clítoris…

—Putita mentirosa —dijo al tiempo que restregaba los nudillos por su coño mojado. Ella gimió… de placer e impotencia. Se revolvió, pero la tenía bien sujeta—. Tienes ganas de polla.

—¡No, por favor, no! —dijo moviéndose, intentando zafarse de sus dedos.

Él retiró la mano y con las tijeras cortó el tanga a la altura de las dos caderas. Se lo sacó, dejándola en aquella postura indecente con el ano y el sexo expuestos, en total indefensión.

Se apartó de ella un momento y cuando volvió se puso delante de ella. Le restregó el tanga mojado por la cara, oliendo sus propios fluidos. Trató de apartar la cara, pero él la sujetó.

—Abre —dijo presionando la prenda contra su boca—. ¡Que abras, zorra!

Con asco abrió la boca y él le metió todo el tanga, con su sabor salado, para después ponerle cinta por encima y rodearle la cabeza con ella, lo que la mantendría amordazada con ello en la boca.

Ella lloró de impotencia.

Cuando él volvió le oyó agitar una cosa, como un bote, para después, cruelmente, introducirle algo en el ano, una boquilla alargada, y notó que de ella salía un líquido viscoso, como un gel. Lo sacó y acto seguido empezó a presionar con algo gomoso, para después introducirlo poco a poco. Aquella cosa era larga, no demasiado gruesa, pero que le provocaba calambres en el esfínter al dilatarlo.

Ella gritó, a través de la sucia mordaza, por el dolor y la humillación.

Había tenido sexo anal otras veces y sabía cómo dilatar el ano para que no doliera, pero aquello se le hacía muy difícil. Era como un quiero y no puedo. Por un lado, las sensaciones eran placenteras, aunque dolorosas, por otro estaba en shock con lo que le estaba ocurriendo y se resistía a ceder ante esa degradación por mucho que le excitase.

Él la estuvo violando con aquella cosa, aquel dildo, durante un buen rato y ella no podía evitar gemir y gritar.

—¿Te gusta, perra? Esto te gusta ¿verdad?

Ella negaba y chillaba y lloraba.

En un momento dado él se puso a su costado izquierdo, la agarró firmemente de la cadera con un brazo y siguió violándola con aquel dildo, esta vez más rápido.

—Toma, puta, toma.

Le sacó el dildo y cuando pensó que había terminado se lo metió en el coño y la violó a un ritmo frenético, haciendo círculos en ocasiones, moviéndolo arriba y abajo de forma brusca. Sus líquidos salían a borbotones, hasta el punto de que en un momento dado pensó que se había meado encima.

Aquello era una tortura. Ella intentaba zafarse, pero era imposible. Cuando estaba asfixiada con su propio llanto y pensó que se iba a desmayar, él paró.

Se alejó. Oyó, entre sus propios sollozos, cómo arrastraba una cosa muy pesada y la ponía a su lado. La giró y le apoyó el pecho en aquella cosa, como un mueble con una superficie muy delgada, como una madera. No lo supo identificar. Le pasó una cuerda por la nuca y la amarró a algún sitio.

Oyó las poleas que bajaban las cadenas y sus brazos recuperaron dolorosamente una posición más normal. Él soltó una de sus manos cortando las cuerdas, pero, aunque ella pensaba que por fin la iba a liberar, le puso una muñequera y le estiró el brazo. La rotación del hombro de una postura a otra le provocó un dolor atroz. Trató de revolverse, pero tenía el cuello sujeto y el brazo no le respondía, estaba dormido. Hizo lo mismo con el otro brazo y también sintió dolor. Se recriminaba no poder mover los brazos ahora que estaban libres, cosa que no duró mucho tiempo. Al terminar de ponerle la otra muñequera unió ambas con un mosquetón y enganchó a este la cadena, que volvió a subir. Le cortó la cuerda del cuello y volvió a elevar la cadena, lo que la dejó estirada, sujetándose con las puntas de los pies separados por la barra.

Él se le acercó y le soltó la barra de uno de los pies, pero ella ya no tenía ánimo ni para patearle. Le cogió la pierna libre con una mano y con el otro brazo la agarró de la cadera y la elevó, acercándola a aquel extraño mueble que, aterrada, cuando ya estaba encima, supo identificar: era un caballo de castigo. Aquella cosa era un armazón con tablas dispuestas en pirámide y que acababa en forma de cuña. La finalidad de aquel instrumento de tortura era la de provocar dolor en los genitales sentándola encima.

Ella se revolvió desesperada y de improviso él le dio un mordisco en el brazo, lo que la hizo aullar de dolor. Le estiró la pierna y le enganchó rápidamente la tobillera a una argolla que estaba muy arriba, tras ella, casi a la altura de su trasero. Ella intentó mantenerse elevada apoyando el otro pie, el que tenía aún la barra enganchada, en la estructura de madera. Él se acercó para quitarle la barra y ella intentó zafarse, lo que provocó que él en represalia la agarrase del hombro y le clavase el pulgar en la axila.

—¡Estate quieta, coño!

Le quitó la barra, la encajó correctamente en el potro y le amarró la otra tobillera a su correspondiente argolla.

Ella gritaba de dolor. Aquella cosa se le clavaba en el sexo, el perineo y el ano con todo el peso de su cuerpo. Él en ocasiones le separaba una pierna para que no pudiera hacer fuerza con los muslos para elevarse. El dolor era terrible.

La agarró de la cadera con las manos y le frotó el sexo contra aquella cosa. Fue una sensación entre agónica y placentera, dado que el clítoris se frotaba contra ello. Él mismo, en un momento dado, le frotó el clítoris con los dedos, se lo pellizcó con suavidad.

—Te gusta ¿eh?

Ella gritaba y lloraba. Le dolía tanto… y sí, le gustaba. Le abochornaba admitirlo, pero aquello era abrumador y erótico.

Él volvió con las tijeras y terminó de cortar las cuerdas que le quedaban en el pecho… y luego el sujetador. Cortó por delante y sus pechos emergieron, respingones al aire. Notarlos desnudos le provocó una sensación de indefensión y lujuria al mismo tiempo.

Él terminó de cortar las tiras y lo retiró. Empezó a masajearlos suavemente.

—Ufff… qué tetitas…—le acariciaba los pezones y los pechos con cuidado como si fuesen un pajarillo. Estuvo así un rato hasta que se inclinó y empezó a lamérselos, a repasar los pezones con la lengua húmeda con delicadeza—. Qué tetitas más ricas… mmmm…

Ella estaba en un paroxismo. Por un lado, el dolor de su entrepierna, por otro aquellas caricias tan sensuales la estaban volviendo loca. Echó la cabeza hacia atrás y exhaló profundamente, mezcla entre gemido de placer y gruñido de desesperación.

Él se separó de ella de nuevo y al volver empujó un poco su cadera y le metió un dilatador lubricado por el culo. Ahora estaba sentada sobre aquello, lo que le provocaba aún más dolor, forzándole el ano.

—Si esto te duele, verás ahora.

Se acercó y empezó a azotarla con algo plano, como una lengüeta.

El dolor de los brazos y del sexo pasó a estar en un segundo plano. Se podría decir que se acomodó a ello y ya no le molestaba tanto. Pero los azotes con aquella cosa eran criminales. En la espalda, en los brazos, en las nalgas, en el culo, incluso alguno en las tetas… Dejaba pasar un corto espacio de tiempo entre uno y otro, lo justo para dejarla coger aire sin que se acomodara. Pero seguía y seguía… y era más la frustración de no haber conseguido encajar un golpe con el siguiente lo que la llevo a gritar y revolverse violentamente en un momento dado.

Él paró y, acercándose a ella, empezó a quitarle la mordaza.

—A ver qué tienes que decir.

—Me duele mucho —dijo llorando cuando hubo escupido el tanga—. Por favor…

—¿El qué? ¿Esto?

Y la azotó otra vez.

—¡Por favor! ¡No!

Ella siguió llorando y suplicando mientras él no la hacía ni caso. Ahora que no tenía la mordaza sus gritos de dolor se extendían por toda la sala y a ella le sonaban ajenos, como si no saliesen de ella. Al poco paró y le tocó las tetas.

—¿Esto sí te gusta?

—No, por favor.

—¿No? ¿Prefieres esto? —y volvió a azotarla varias veces.

—¡No!¡No!

—Dime qué prefieres. Una cosa o la otra.

Ella lloró, ante la tesitura de tener que contestar, de tener que humillarse.

—No me pegues más, por favor.

—¿Prefieres que te toque las tetitas?

Lloriqueó, no se atrevía a contestar. Él le dio un azote.

—¡Contesta!

—Sí, sí… no me pegues más, por favor.

—Pues dilo. «Tócame las tetitas, por favor».

Como tardaba en decirlo le dio otro azote y ella dio un grito.

—Tócame las tetas, si quieres, me da igual… no me pegues…

—Así no, ¿no me escuchas, putita de mierda? Di «tócame las tetitas, por favor». ¡Dilo!

Y la azotó en el culo tan fuerte que le dejó una marca. Lo notaba enrojecido, en carne viva, y lloró.

—Tócame las tetitas, por favor —soltó entre balbuceos.

—¡Mas fuerte! —dijo acompañado de un azote similar en la otra nalga.

—¡Tócame las tetitas! —gritó frustrada.

—¡Por favor! —y azotó una pierna.

—¡Tócame las tetitas, por favor!

—Así sí.

Le oyó como soltaba aquella disciplina y se volvía a acercar. Entonces tomó sus tetas entre las manos y comenzó a masajearlas, suavecito, con pequeños pellizcos eróticos que le arrancaban sin querer gemidos.

—¿Te gusta putita?

Ella negó. No iba a admitir jamás que aquello era tan delicioso como cruel.

—¿No? ¿Prefieres esto? —y con un cambio violento le agarró las tetas y se las estrujó. Le pellizcó los pezones con fuerza.

Ella gritó desesperada por el dolor, se revolvió.

—¡No, no, no!

—Dime qué prefieres —dijo con las manos aún en sus tetas. Como tardaba en contestar empezó a pellizcar el pezón—. Contesta, zorra.

—Suave, por favor, suave…

—¿Así?

Y volvió a acariciarla, pasando las yemas de los dedos por todo el pecho, con una delicadeza exquisita.

—Sí, así.

—¿Te gusta, zorrita? ¿Te pone mojada?

Ella lloriqueó de vergüenza, pero por temor a represalias contestó.

—Sí.

—Mmmm… a ver… —soltó uno de sus pechos y bajó la mano a su sexo, cosa que le dio placer y al mismo tiempo aprensión— estas muy mojadita —le dijo susurrándola frente a su boca—. Di que eres una putita —ella negaba con furia—. Dilo. Di que eres una putita. Si lo dices te suelto —dijo mientras la masturbaba—. Dilo.

—Soy una putita —se rindió.

—Más alto.

—¡Soy una putita! —gritó.

—Está bien. Abre la boca.

Le metió los dedos con los que la había masturbado y le obligó a chuparlos.

—Así, muy bien.

Se apartó de ella y empezó a soltarla: un pie, luego otro, luego la bajó del caballo de tortura.

La sensación al estar apoyada en el suelo era extraña, como si sus piernas no acertaran a cerrarse y su cadera se fuese a desmoronar.

La enganchó con un brazo por la cintura y, aún colgada de los brazos, la empujó a otra parte de la habitación, como si aquellas cadenas se moviesen por railes. La puso contra el borde de una mesa y la obligó a abrir las piernas.

—¡Has dicho que me soltarías!

Ya no tenía fuerzas ni para intentar zafarse, y su espíritu se había quebrado. De pronto sabía que lo obedecería con tal de que la soltase. Haría lo que fuera. Eso… y que estaba tan cachonda que sólo le apetecía obedecer. Jamás le pediría a aquel tipo que la tocase, no por propia voluntad o deseo, pero estaba segura de que si la violase lo disfrutaría. Notaba el sexo hinchado, acalambrado de excitación. Si la mandaba para su casa en ese momento lo haría muy frustrada.

Él cogió la tobillera izquierda y la ató a una pata de la mesa, y luego hizo lo propio con la derecha.

—¡Me ibas a soltar! —lloriqueó.

—Y te he soltado. ¿O es que quieres volver al potro?

—¡No, no!

—Entonces cállate.

Bajó las cadenas y las soltó de sus manos, pero al momento tiró de las muñequeras y las enganchó con unas cuerdas a algún punto del otro lado de la mesa, lo que hizo que ella quedase inclinada, recostada en la mesa, expuesta de nuevo con las piernas abiertas.

—¡No, por favor! No puedo más…

Entonces él hizo algo que la sorprendió. Le colocó algo, una cosa gomosa, pegada al sexo. Aquella cosa, como un pulpo de silicona blanda, se adhería a sus labios y al pubis. En un momento dado lo puso en funcionamiento y aquello empezó a vibrar, a succionarle el clítoris con pequeños toquecitos, a retorcer sus tentáculos entre los labios.

—¿Te gusta, zorra?

Ella gimoteaba, se retorcía como intentando zafarse de un placer que la humillaba, la rebajaba a ser un animal sometido por bajos instintos.

—No, no, para por favor, no…

Él rio. Paró el aparato, probablemente con un mando, y se acercó a ella. Le metió los dedos en el coño, masturbándola. Aquellos dedos le arrancaban gemidos, a su pesar.

—Yo creo que sí que te gusta.

—No… no… por favor… —dijo ya poco convencida.

Él sacó los dedos empapados y se los metió en la boca, ella los chupó, casi sin que él la obligase, aunque su otra mano le sujetaba la cabeza y movía los dedos dentro y fuera.

Volvió a masturbarla y aunque trataba de disimular, ya sus gemidos eran descarados.

—Saca la lengua.

Ella obedeció y empezó a lamerle los dedos.

Él se echó a reír. Era una risa sexy.

—Ufff… cómo me estás poniendo.

Fue a por algo y se puso tras ella. Laura, ya totalmente subyugada, se emocionó pensando que iba a penetrarla.

Le sacó el dilatador del ano, cosa con lo que ella no contaba, y le metió la boquilla de aquel bote de gel para llenarle el culo de lubricante.

—¡No por favor, no!

—Mmmm… sí, yo creo que sí.

Le oyó desabrocharse la bragueta y bajarse el pantalón. Se echó más lubricante en la polla y, tras dejar el bote, se acercó a ella con decisión.

—¡No, no, no! ¡Joder, no!

Él apoyó la punta, el glande en el ano medio dilatado y empezó a presionar.

—¡Ah, duele!

El dildo con el que la había violado y el dilatador que le había puesto, no eran tan gruesos como aquel falo que poco a poco se iba abriendo camino. La polla fue entrando poco a poco mientras ella gritaba de dolor y él gruñía de placer.

—¡Oh, sí, qué gusto, oh, qué apretadito, mmmm…!

Ella gritaba. Los calambres y la presión de aquel miembro metido en su culo le provocaban un dolor terrible… y también placer, el agradable sometimiento de ser follada.

—No, no… —gimió, ya sin convicción.

Empezó a bombearla, primero despacito, ella gritaba de la impresión mientras su cuerpo se acomodaba a tener la polla en su trasero.

—¡Qué culito más rico!

De pronto paró. Le sacó el falo y lo oyó quitarse los pantalones y coger algo en la mesa.

Laura, que respiraba con fuerza, que le dolía el pecho de tanto llorar, de pronto se sintió desilusionada de que hubiese parado. Sin embargo, no tardó en regresar. Le dio unos pollazos en el trasero y volvió a echarse gel en el pene y a apuntalarlo en su culo.

—Así… bien lubricadito… qué gusto.

Esta vez la polla entró sin esfuerzo, resbaladiza y con el ano bien dilatado, aunque a ella le dolía, la sensación era más de placer que de dolor.

La agarraba de las caderas y le daba azotes en el culo, mientras el ritmo de su bombeo era lento, sensual, pero constante.

Poco a poco los gritos de ella, sus peticiones de que parase, se fueron convirtiendo en gemidos, gritos y gruñidos de placer.

—¿Te gusta, puta? ¿Te gusta que te folle? —ella no contestó, apenas podía dejar de gritar y gemir. Él le dio un azote— Si dices que te gusta te pongo el vibrador. Vamos, di que te gusta, guarra.

—Sí —cedió al fin—, me gusta, me gusta…

—Pídeme que te folle.

Ella casi no podía respirar, estaba en el paroxismo del placer, el dolor y el sometimiento.

—¡Ah, fóllame, ah, fóllame!

Él paró, se arrimó más a ella y meneó la cadera, penetrándola profundamente, hasta el punto de que sintió sus huevos en el trasero, la azotó de nuevo. Paró un momento y manipuló el mando del vibrador que empezó a succionarla y a moverse en su sexo, provocándole un placer intenso y delirante.

Entonces él empezó a bombearla más rápido mientras ella chillaba, aullaba de placer.

—¿Te gusta, guarra, te gusta?

—¡Sí, sí, ah, fóllame!

—Toma puta, toma polla…

Los gemidos y alaridos de ambos se entremezclaban. Ella sintió que se rendía, que su sexo llegaba al paroxismo, se contraía y estallaba en un orgasmo apoteósico. Gritó pidiendo más y él la bombeó más rápido, de forma animal.

—Joder, puta, qué gusto, qué guarra eres…

Aquel vibrador seguía succionándola y haciéndola gozar, lo que hizo que se corriera otra vez y empezara a revolverse de un placer extremo que no podía parar. Se meó encima de goce, por la vibración insistente y dolorosa, y los fluidos corrían por sus piernas.

—Me corro en tu culo, puta, me corro… ¡Qué gusto!

Él llegó al climax embistiéndola con violencia al tiempo que ella sentía que el mundo entero la atravesaba, provocándola un placer brutal, con gritos inhumanos que salían de su garganta.

Una embestida más, luego otra. Despacio.

Entonces, él paró. Le sacó el miembro y ella notó como su ano dolorido palpitaba, boqueaba adaptándose, pidiendo que lo llenaran de nuevo.

Él le dio otro azote y paró el vibrador. Se movió por la sala, le oía jadear y respirar hondo mientras ella hacía lo propio y trataba de recobrar la compostura. Ahora ya le daba igual todo. Si por ella fuera el universo podía irse a la mierda. Él podría hacerle lo que fuera, le daba igual.

Notó como él volvía a acercarse. Le abrió la cremallera en su cabeza, el velcro y de un tirón retiró la capucha.

No quería mirar. No se atrevía. Apoyó la cara sudada en los brazos y se restregó la nariz. Abrir los ojos iba a ser un esfuerzo titánico; primero porque debía poco a poco adaptarse a la luz, segundo porque la magia de no ver nada se disolvería y sabría dónde se encontraba y qué cara tendría el hombre que le había regalado el mejor orgasmo de su vida.

Abrió poco a poco los ojos y se enfrentó a la luz. En su campo de visión sólo estaban sus brazos, pero a la izquierda, por el rabillo del ojo, pudo ver el brazo de él, al lado del suyo, él estaba reclinado en el otro lado de la mesa. Era un brazo musculoso y grande, digno del tipo que la había manejado como si fuese una muñeca de trapo. Pudo ver el suelo de madera y más apartado el caballo de tortura, un potro y una pared llena de disciplinas.

Se atrevió a levantar poco a poco la vista y en su campo apareció un pecho muy ancho y musculado, con un tatuaje de una rueda, y más arriba una cara, que la observaba pacientemente apoyando el mentón en el puño contraído, como si aquello le resultase aburrido.

No era la cara que esperaba. Aquel era un tipo joven, tal vez treinta años, si llegaba, con melenita rizada negra, guapo a rabiar, y los ojos de un azul intenso que la intimidaban con desdén. Casi estaba decepcionada.

Se echó a reír y bajó la mirada.

—¿De qué te ríes? —dijo él en un tono sensual y divertido.

En su voz ya no quedaba gran cosa del tono autoritario, violador y amenazante. Era como el contraste entre las caricias suaves y sensuales que le había regalado, y los brutales golpes que le había administrado. El yin y el yan.

—De nada… es sólo que te esperaba de otra manera. Más viejo, supongo.

—¿Más viejo? ¿Por?

Ella rio nerviosa, sin atreverse a mirarle.

—Porque esto se te da de puta madre.

 

 

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