ADVERTENCIA A NAVEGANTES: Este es un relato erótico con una fuerte carga violenta. Si eres sensible o aprensivo te recomiendo que no lo leas.
La lluvia
había parado hacía una hora y las aceras, mojadas y bruñidas, devolvían el eco
de los pasos de los transeúntes que seguían con su ajetreada vida mientras
Laura esperaba en una esquina. Sólo ella no se movía.
No es que
estuviese aterida de frío, aunque no le habría venido mal entrar en esa
cafetería. Su temblor no se debía a eso y tampoco es que fuese tan evidente:
cualquier persona que se la cruzase pensaría que era una pelirroja bonita y enfadada,
tal vez plantada por un novio o una amiga que llegase tarde y que por eso le
asomaba el ceño fruncido y apretaba la mandíbula.
El ligero
temblor que sólo ella notaba le venía de dentro. Más aún; le provocaba calor y
venía del miedo derivado de una letanía de reproches internos: «¿Qué estás
haciendo? Eres imbécil». Tampoco ese miedo le provocaba excitación
sino más bien sentimiento de culpa. Y eso que no era la primera vez que lo
sentía en su vida.
Cuando vio
el coche negro perlado de gotitas de lluvia parar en la esquina lo supo:
aquello era otra gilipollez más. Una de tantas. Una de esas muchas en las que
se había dicho que de algo hay que morirse y que adelante con todo. Y luego se
metía en líos muy gordos.
Exhaló un
suspiro al frío aire que se convirtió en vapor para luego desaparecer.
Sus pies,
vacilantes y nada experimentados en el uso de tacones, se encaminaron hacia la
berlina con decisión mientras una pequeña parte de su cerebro le imploraba que
se metiese en la cafetería y no se presentase.
Golpeó la
ventanilla del conductor con el nudillo y bajaron el cristal ahumado.
Era un
hombre de unos cuarenta, vestido de negro y con el móvil en la mano derecha la
miró expectante.
—Buenas…
—titubeó ella— ¿Este coche es para Laura G.?
—Sí
—asintió animado, tal vez porque le hacía ilusión no tener que esperar más—,
sube.
Ella, en
lugar de ir directa al asiento trasero, rodeó el coche por detrás y se paró a
tomar una foto de la matrícula. Después se subió por el lado derecho.
Era una de
las normas: ella tomaría una foto de la matrícula y se la mandaría a una amiga
(cosa que hizo en cuanto se sentó… a Viena, para ser más exactos) y de esa
forma tenía la seguridad de que el coche, y quien lo había pedido, quedarían
identificados en el caso de que le pasara algo.
Era la
primera vez que subía en un coche así. Había viajado en taxi y con agencias,
pero nunca con el nivel de lujo que presentaba ese automóvil: había pantallas
en los respaldos, cargadores inalámbricos, una pequeña nevera y una pantalla
ahumada que la separaba del conductor.
Cuando hubo
mandado el mensaje a Viena guardó el móvil en el bolso y tocó un botón del
intercomunicador.
—¿Sí,
señorita?
—Supongo
que no podría decirme a dónde vamos.
Se hizo un
tenso silencio de unos segundos y cuando habló, el hombre parecía cohibido.
—Bueno… me
han dicho que no se lo diga. Era un requisito que…
—Vale.
Tranquilo. Da igual.
—Dijeron
que usted ya lo sabía…
—De verdad,
da igual.
Ya no
hablaron más y ella se limitó a mirar por la ventana mientras veía pasar los
edificios del centro de Los Ángeles. Sabía que no debía estar haciendo eso.
Aquello de mirar.
Nada más
entrar ya se percató de la cajita negra que había en el asiento. La había
echado a un lado con desdén, como si ignorándola aquello no estuviese pasando
del todo y sólo fuese una fantasía a medias… pero tuvo que ceder a la realidad.
Cogió la
maldita caja y la abrió. Incluso el estuche parecía de buen material, forrado
en tela negra con filigranas, le habría gustado quedárselo para meter su
colección de pendientes. Ese día no se había puesto ninguno. Otra de las
normas: nada de joyas ni piercing. En su lugar el único aditamento que llevaría
era aquello que contenía la caja; un antifaz negro, sin agujeros, como los que
regalaban en los aviones para poder dormir. Sin embargo, este era algo distinto
porque era rígido y se le adaptaba a la cara como un guante y también le cubría
toda la nariz lo que le daba cierto aspecto de gato. Olía a tela nueva,
plástico y a algún químico suave. Una fragancia atrayente que no le disgustó.
Se lo puso
por encima de su melena cobriza recogida en una trenza. Lo de la trenza era
otra indicación. Constató que no veía nada, ni un mísero atisbo de luz, y tenía
que reconocer que aquel complemento, además de bonito y de adaptarse a su cara
aniñada, cumplía su función francamente bien.
Suspiró y
apoyó la cabeza en el respaldo. Se mordisqueó una uña y se dejó llevar,
mientras aquel coche que surcaba el pavimento salpicando agua la llevaba camino
a ninguna parte.
Recordó lo decepcionante
que había sido el último. Se había limitado a hacer lo suyo y se acabó, como si
un par de ligaduras y cuatro azotes pudieran, ya no superar, sino equipararse a
ninguna emoción intensa que hubiese vivido a esas alturas. Las peleas en el
ring con Gary habían sido mucho más interesantes. Qué cojones… hasta los juegos
de su infancia, cuando sus hermanos mayores acababan embutiéndola como una
salchicha con la cuerda de tender, mientras ellos le lamían la cara, le hacían
cosquillas y la mordían… aquellos juegos
eran infinitamente más emocionantes que los de ese tío, ese supuesto señor del sado.
Cierto era
que él había dicho que empezarían con algo suave, por ser la primera vez. Sin
embargo Laura empezaba a sospechar que no necesitaba una primera vez porque ya
había tenido unas cuantas: con Gary, con Romeu, con aquel tipo del bar… y la
lista seguía. Algunos de aquellos hombres hasta la habían dejado, no sabía si
conmocionados era la palabra, porque no eran capaces de seguirle el juego de
forcejeo. El único fue Gary, más o menos, y fue el que más le duró.
El chofer le
habló por el altavoz y le dijo que iban con retraso por el tráfico. Ella,
cegada, tanteó la consola con los dedos hasta dar con el botón y le dio las
gracias.
«Igual con
un poco de suerte ni llegamos».
Hacía unos
meses que había llegado a una conclusión. Una epifanía, más bien. Pese a su
corta edad de veintitrés años, llevaba casi toda su vida sexual masturbándose
con vídeos que simulaban violaciones. No violaciones reales (una vez sin querer
topó con uno y le dieron ganas de vomitar), pero sí simulaciones en las que
finalmente se notaba que la mujer cedía y disfrutaba. Algunos eran tan extremos
y tan auténticos que los participantes se veían obligados a grabar a la mujer
al final del vídeo para confirmar que había sido consensuado. Esos eran los que
más le gustaban a Laura. Ella quería eso.
Después del
señor del sado tuvo que hacer una búsqueda y una buena criba. Descubrió la red
bdsn.ca.net, una red social en la que las sumisas (o sumisos… los menos) se
exhibían con fotos y vídeos como la exposición de carne en un día de mercado.
Sin embargo los dómines no estaban obligados a revelar información más allá de
sus comentarios en los foros y las valoraciones de los sumisos que habían
estado con ellos. Esto a Laura la indignó en un principio: «¿Por qué yo tengo
que poner mi foto y ellos no?» Y fue tan osada que puso la pregunta en un foro.
Y le contestaron:
«Fácil.
Porque tú eres inferior».
Aquello era
difícil de digerir y le llevó un tiempo. En el mundo real puede que ella
quisiese pensar que todos los humanos son iguales ante los ojos de Dios y de la
ley, y que insinuar lo contrario fuese una injusticia digna de una cruzada. Pero
en el mundo BDSM esa regla no se cumple porque ese mundo es una fantasía. Un
ideal. El sumiso necesita ser inferior para disfrutar y sólo el dómine con su
superioridad y su sadismo puede satisfacerlo.
Así pues,
hay castas por deseo de ambas partes, hay normas para que ese deseo se cumpla y
así todos se sienten integrados dentro de una comunidad atípica que funciona de
otra manera.
Y, aun así,
adaptándose, le costó mucho encontrar lo que buscaba.
Lo que ella
pedía era una violación prácticamente real. Se defendería si la atacaban y ella
tendría que zafarse… para ella era la idea más natural y si no, no tendría
sentido. Pasó semanas conversando con distintos dómines y uno tras otro se
negaron. Ya no era sólo la idea de que pudieran recibir un golpe de una
jovencita que practicaba kickboxing y defensa personal o que ellos mismos
pudiesen hacerla daño sin querer, era el concepto en sí de violación: nadie les
aseguraba que tras la sesión ella no fuese a poner una denuncia.
«Lo tuyo es
agonofilia: te ponen las peleas”.
AMO-K fue
la única respuesta positiva… con objeciones.
Primero
estaba todo el lío del coche y luego lo de la ropa y el pelo. Debía llevar
trenza de raíz, hasta ahí bien. Pero le había costado dios y ayuda conseguir un
vestido y unos zapatos elegantes de tacón porque ella siempre iba en chándal,
vaqueros y zapatillas. Sin embargo, hizo el esfuerzo y accedió.
Luego
estaba el encuentro en sí.
«Peléate
conmigo, si puedes, pero nada de golpes en la cara ni en la entrepierna. Si me
falla la herramienta no podré trabajar».
Ese «si puedes» le había
parecido un poco pedante, y lo demás la desanimó. Si no podía defenderse como
si fuese real, aquello perdería toda la gracia.
De pronto
el coche accedió por un camino de tierra y pasados dos minutos se detuvo.
«Señorita, ya hemos llegado».
Ella lo agradeció y se sintió aliviada
de bajar porque había empezado a marearse. Aliviada… hasta que se dio cuenta de
lo que se le venía a continuación. Entonces le dio una taquicardia y la punzada
de mareo se acentuó un poco más.
Salió al frescor de la noche, porque,
aunque se había montado a las cinco y media de la tarde, estaba segura de que
media hora después ya habría anochecido. Tampoco podía comprobarlo puesto que
con el antifaz no veía nada.
Se agarró de la puerta y se retiró a
tientas un par de pasos sorteando piedras, lo justo para poder cerrar y que el
coche no la atropellara al marcharse. Entonces oyó un ruido, la puerta del
conductor al abrirse.
—Oiga…
—¿Sí?
Él se quedó callado. Parecía estar
evaluando el motivo por el que aquella chica se había quedado ahí parada con un
antifaz en la cara.
—¿Está segura de que quiere quedarse
aquí?... Está bastante oscuro y no es muy buen sitio.
«Este tío tiene razón. Debería volver
al coche y largarme».
—No se preocupe. Váyase, de verdad.
Estoy bien.
Oyó pasos en la gravilla y el tipo que
se acercaba. Ella de pronto estaba aterrada, pero por orgullo no lo demostró.
Se quedó muy quieta.
—Mire… le dejo mi tarjeta ¿de acuerdo?
Si necesita cualquier cosa, llámeme.
Y le metió la tarjeta en el bolsillo
de su abrigo rojo. Y se dio media vuelta. Y subió al coche. Y se fue.
Ella aún seguía mareada. Olisqueó el
aire a través de la máscara, con cierto tufo marino y tras aguzar el oído pudo
deducir que estaba cerca del puerto de Los Ángeles. ¿Un polígono industrial tal
vez?
El rumor del coche se había perdido hacía
un minuto y ella ya se estaba planteando que había sido un error dejarle
marchar. No era sólo el hecho de que alguien pudiera verla haciendo el ridículo
de esa guisa, era que tal vez ese alguien, quien fuese, a lo mejor no albergaba
buenas intenciones.
Y luego
estaba ese AMO-K.
A ver… el
tipo le había caído bien, más o menos. Le había resuelto todas las dudas que
ella le había planteado y había sido ameno y paciente, una actitud intachable.
Pero, aunque él le había preguntado todo tipo de cosas, desde la talla del
sujetador hasta las alergias y le había pedido fotos de todos los tipos y
formas, ella no sabía ni su aspecto ni qué edad tenía.
Por pura
deducción se imaginó que tendría alrededor de cincuenta. Porque la mayoría de
los dómines rondaban esa edad, década arriba, década abajo.
Al
principio, cuando empezó a ver vídeos, le resultó curiosa la enorme diferencia
de edad entre dómines y sumisas, que en su mayoría se sacaban por lo menos
veinticinco años entre ellos. Esto era una constante y acabó por preguntarlo en
el foro.
«Pues es
muy sencillo: el dómine busca a la sumisa por su belleza, su lascivia, su obediencia,
su flexibilidad y su aguante. Lo que se suele dar más en gente joven. La sumisa,
por su parte, busca al dómine por su experiencia, no por su físico. Cuanto
mayor sea y más tiempo lleve en el gremio, mejor dómine será».
¿Cómo era
el dicho? Más vale el diablo por viejo que por diablo.
Y de hecho
esto era así en las reseñas. Los dómines mejor valorados que publicaban su edad
rondaban los cincuenta, salvo un par de excepciones que no bajaban de los
treinta y cinco.
La pericia
estaba muy cotizada, más que el aspecto, por eso en las reseñas estaba
prohibido hablar del físico y se limitaban a la destreza.
«Increíble.
Explosivo y sexy. Es muy agudo y sabe lo que se hace. Lo recomiendo 100%».
Esta era la
primera reseña de AMO-K. O, por ejemplo:
«Tiene
una colección de chismes increíble y una técnica muy depurada. Se nota que para
él esto es pasión y no un pasatiempo. Me muero por repetir. ¡Llámame!».
Dejando a
un lado que a Laura todos estos comentarios le daban vergüenza ajena, también
le pareció interesante que, sin estar en el top ten, no tuviese ni una sola
valoración negativa. Eso era un alivio.
Llevaba ya
cinco minutos allí plantada, con aquel mareo sofocante y sólo aliviado por la
fría brisa. Había pasado de la euforia y el terror a la impaciencia y el
cansancio. Se notaba de pronto somnolienta y harta y a punto estuvo de quitarse
el antifaz para llamar a un taxi cuando le pareció oír pasos.
«¡Por
favor que no sea él! O peor aún, ¡qué no sea un desconocido y me pregunte qué
cojones hago aquí con los ojos vendados!»
Los pasos
en la gravilla se acercaban, primero rápido y después, cuando estaban a unos
pocos metros, fue más despacio. Ella no dijo nada. El otro, si es que no era un
fantasma, tampoco dijo nada.
Otro paso.
Taquicardia.
Otro paso.
Mareo.
Otro paso.
Debía de estar
a medio metro escaso. Podía oler, sin esfuerzo, y pese al aroma a plástico de
la máscara, un perfume de hombre, intenso y exótico. No parecía de los baratos.
Ella no
dijo nada. Él tampoco.
Estaba
nerviosa y con miedo. ¿Qué se suponía que debía hacer? Aquel hombre estaba ahí
para abordarla y no hacía nada. ¿Es que ella tenía que preguntar? Se planteó
decir «rojo», la palabra de control para parar todo aquello, pero su maldita
curiosidad la llevó a callar.
De pronto,
con la respiración acelerada, se desequilibró y estuvo a punto de caer hacia
atrás. Unas manos la cogieron a tiempo de caer de mala manera al suelo, donde
quedó sentada, sin embargo, eso la pilló por sorpresa y del susto pegó un grito
y un manotazo… y recibió una bofetada.
De la
indignación lanzó una patada al aire y un puñetazo que fueron repelidos y
esquivados.
Y se llevó
otra bofetada.
Empezó a
gritar y a manotear y a retroceder como pudo hasta que dio con una pared. Y
otra bofetada le sonrojó la cara y ella siguió intentando defenderse, sin fuerzas,
y se percató de que sus golpes eran cada vez más flojos y sus brazos los notaba
más blandos. Y entonces calló en la cuenta: la máscara.
—Me has
drogado…
Aquel olor
a plástico no era tal. Ahora lo entendía.
Habían
hablado de palabras de seguridad, de que ella se defendería… pero no había
mencionado nada de ponerle droga en la máscara para manipularla más fácilmente.
Eso fue un golpe bajo y la puso furiosa. Fue inútil.
Estaba muy
consciente, aunque mareada, pero no tenía fuerzas. Trataba de arrancarse la
mano que ahora le oprimía el cuello y no era capaz. Entonces él la dio la
vuelta y la puso boca abajo en el suelo para poder colocarle los brazos a la
espalda y atarlos con una brida. Después volvió a incorporarla como si fuese
una muñeca de trapo. Oyó un chasquido, el de una navaja al abrirse, y tras
cogerla dolorosamente del flequillo le puso la navaja en el cuello.
—Como me
muerdas —dijo una voz grave—, te juro que te rajo la cara. ¿Está claro?
Entonces
tuvo miedo. No había sido ni durante la pelea, ni al maniatarla, ni el notarse
drogada. Lo que la despertó había sido la voz, el tono, la amenaza.
Lloró.
Oyó como el
otro plegaba y guardaba la navaja. Luego oyó, a pocos centímetros de su cara,
cómo se bajaba la bragueta.
Lloró más
fuerte.
Volvió a
cogerla del pelo y la atrajo hacia adelante. Ella gritaba que no, sin fuerzas,
y él volvió a pegarla. La atrajo de nuevo y le puso la polla en la cara, se la
restregó, mientras ella trataba de zafarse y repetía que no.
—¡Abre!
—dijo meneándole la cabeza con un tirón de pelo.
Le puso la
punta en la boca y presionó. Ella abrió, a su pesar. Primero se la metía poco,
pero tras un par de veces la sacó y le volvió a dar con ella en la cara
haciéndole daño en los labios.
—No quiero
dientes, puta, o te los salto.
Le echó la
cabeza hacia atrás y la escupió en la mejilla. Ella gritó y lloró de
humillación.
Estuvo varios
minutos moviéndole la cabeza, usando el pelo como asa, obligándola a mamarle.
En un momento dado la forzó, agarrándole la cabeza con ambas manos, a metérsela
todo lo que pudiera, lo que la provocó una arcada atroz.
—Así —gimió
él—, hasta los huevos.
Ella sintió
una vergüenza horrible. No era sólo que él dijese esas cosas, o que la
estuviese humillando y vejando de esa manera, es que, para su vergüenza, pese a
las lágrimas, aquello le estaba gustando. Notó una pequeña muestra de fluidos
salir de su vagina, contra su voluntad.
Para su
propia sorpresa, empezó a cogerle gusto a chupar ese pedazo de carne hinchada.
Le sabía bien y la excitaba… pero no pensaba reconocerlo. Siguió lloriqueando,
porque la rabia y la vergüenza seguían ahí, pero succionarle mientras él le
movía la cabeza de forma rítmica empezó a hacérsele delicioso.
Entonces él
la apoyó contra la pared, y con la cabeza bien firme agarrada por el pelo y el
mentón, empezó a follarle la boca. Le oía gemir y gruñir «así, puta, así», y la
nariz de ella tocaba su pubis mientras la violaba con fuerza, hasta la
campanilla. Se ahogaba y tenía arcadas. Movía los pies, nerviosa, con las pocas
fuerzas que le quedaban por la droga. Las manos a la espalda le dolían.
—Trágatelo,
vamos.
Se la metió
hasta la garganta, hasta el punto de que el chorro de semen ni siquiera llegó a
saborearlo, sino que lo tragó directamente. Aunque los tenía tapados, sus ojos
estaban rojos, desorbitados por las arcadas y la máscara con la droga estaba
empapada en lágrimas y sudor. Las babas se caían de sus labios.
—Límpiame,
guarra.
Y le restregaba
la polla en la cara mientras ella lloraba de asco porque le estaba dejando
restos de semen en las mejillas.
Le oyó
guardarse el miembro y subirse la cremallera, y después la agarró del brazo, la
obligó a ponerse de pie y se la echó al hombro cual fardo. Ella pataleó.
—¡No,
déjame, a dónde me llevas!
Laura había
pensado que la felación concluía el acuerdo, pero era evidente que él no lo
veía así porque la estaba raptando.
La acarreó
hasta un coche y la dejó en la parte de atrás, en un gran maletero, donde la
tumbó y le quitó la máscara envenenada.
Aquel tipo
o llevaba un pasamontañas o no tenía cara, porque en la oscuridad, y pese a la
luz lejana de una farola moribunda, no pudo distinguir ningún rasgo, sólo un
pozo negro dentro de la capucha.
El hombre
le puso otra máscara, esta vez una de cuero que le cubría toda la cabeza
excepto los labios y los orificios de la nariz, y que se abrochaba con velcro y
cremallera. Entonces Laura perdió un momento el conocimiento. Cuando lo
recuperó le había quitado las bridas y le estaba quitando con dificultad el
abrigo rojo que oyó lanzar a un lado del maletero. Volvió a perder el
conocimiento unos segundos y al recuperarse aquel tipo la estaba atando con
cuerdas de forma extrañísima. Notaba la presión de las cuerdas, cómo corrían
por su pecho o por sus brazos desnudos provocándole quemazón por el roce, el
movimiento de las manos de él al hacer los nudos… ella no podía moverse, no
tenía fuerzas.
—Suéltame…
—balbució.
La
consciencia iba y venía y aquel hombre trabajaba sobre ella y al volver en sí
cada vez tenía el cuerpo más contorsionado e inmovilizado. Finalmente, al
despertar, estaba en el maletero, con el coche en marcha, sin saber hacia dónde
ni qué iba a ser de ella. Se percató de que la habían amordazado.
Dio un par
de resoplidos a través de la mordaza antes de desmayarse de nuevo.
Volvió a espabilarse
cuando el coche hizo un extraño, como si fuese cuesta abajo y ella acabó dando
con la parte trasera del asiento. Su postura era muy rara, aunque no tardó en
reconocerla: le había atado el pecho y los hombros y le había juntado las manos
a la espalda. Después había desnudado sus pies, había atado con firmeza los
muslos juntos y hasta los tobillos, de donde partían cuerdas que los unían con
las manos y la obligaban a tener las piernas en alto y los brazos hacia atrás.
Ahora que reconocía la técnica de bondage se quedaba algo más tranquila, sólo
un poco, al saber que aquel no era un violador cualquiera sino el tipo experto con
el que había quedado.
Ya no
estaba atontada por la droga de la otra máscara e intentó quitarse la capucha.
En vano. Aquel complemento estaba bien sujeto, con la cremallera que le
recorría toda la parte trasera de la cabeza y un velcro que lo dejaba sujeto
con fuerza a su mentón, sería imposible quitárselo sin usar las manos.
Se empezó a
plantear si debía usar la palabra de seguridad en cuanto le quitasen la mordaza.
Si no el drástico «rojo», para pararlo todo, por lo menos «amarillo», que era
algo más laxo, para ver qué reacción tenía él. Para ver si le preguntaba si
estaba bien o cualquier cosa… pero ambas opciones le daban muchísima vergüenza.
Estaba
aterrada y lloraba. No sabía seguro si aquel hombre haría lo que le había
prometido o era sólo un psicópata que la iba a cortar en pedacitos. En
cualquier caso ¿en qué cambiaría decir nada? Si iba a hacerla daño por el mero
hecho de gritar un color él no la iba a escuchar.
Además, en
su terror también estaba la paradoja de que aquello la excitaba. Entre la
frustración podía vislumbrar un remanente de lujuria, un calambre en el bajo
vientre y los labios, recién depilados, estaban cubiertos de una pátina acuosa,
lúbrica, y un clítoris que palpitaba ignorando el sentido común.
Sintió
rabia por su insensatez y por su poco autocontrol. Por su manía de meterse en
líos con la sola intención de sentir algo, lo que fuese, que le hiciese
sentirse orgullosa de ser atrevida y, por qué no, lasciva.
Sin
embargo, sólo su sexo iba en esa dirección. Ahora, dentro del coche, se notaba
más a salvo mientras él estuviese al volante, pero sabía que no tardaría en
arrepentirse de nuevo. Entre sus sollozos podía oír música proveniente de la
radio.
El coche
paró y oyó una conversación del hombre con otro tipo. ¿Podría pedir ayuda?
¿Tenía eso sentido?
Después el
vehículo volvió a ponerse en marcha y bajó, y otra recta y volvió a bajar. Y con
cada bajada ella se daba con el asiento trasero.
«Estoy en
un parking».
Paró. El
motor se apagó. Ella empezó a temblar.
Pasos fuera
y se abrió la puerta del maletero. Una vaharada de aire frío y con olor a goma
le confirmó que estaba en un garaje.
Ella apoyó
la frente y lloró sólo un momento antes de que unas manos tirasen de su pierna
y su brazo izquierdos como si fuera un saco. Gritó y se revolvió por la impresión,
pero eso no amedrentó a su secuestrador.
Volvió a
oír el chasquido de la navaja y tuvo la intención de encogerse, pero no pudo.
Él le agarró las piernas y ella intentó zafarse. Segura de haberle dado un
golpe con los pies, le oyó maldecir y se asustó temiendo represalias. Él se
subió al maletero como pudo, le agarró con fuerza las piernas y cortó la cuerda
que mantenía unidas sus muñecas con los tobillos. Le bajó las piernas y se puso
a horcajadas sobre ella, apoyando todo su peso con el brazo izquierdo en su
espalda, le dolía y hasta le cortaba la respiración. Oyó como cerraba la navaja
y mientras ella se movía tratando de liberarse, él metió la mano bajo el
vestido, le apartó el tanga y le metió un dedo en el culo.
Lo hizo con
violencia y la penetró varias veces con crueldad mientras ella gritaba de dolor
y vergüenza. Se inclinó sobre su oído y le susurró.
—Como
vuelvas a darme una patada, en vez del dedo te meto la navaja.
Su voz era
firme y gruesa. De haber sido otra circunstancia le habría parecido sensual.
Ahora le daba miedo.
Retiró el
dedo del ano y le dio un azote… probablemente el azote más fuerte que le habían
dado en su vida. Luego hizo lo propio con la nalga izquierda. Y después a la
derecha otra vez. Le sobó el trasero con lascivia.
—Me lo voy
a pasar muy bien con este culo.
Ella gimió
y lloriqueó a través de la mordaza.
El hombre salió
del coche y la puso bocarriba para, a continuación, tirar de las cuerdas y
obligarla a sentarse. Entonces él volvió a cargársela al hombro como si no
pesase nada. Las idas y venidas al moverla la habían dejado desorientada y confusa,
sin embargo, aquel debía ser un hombre alto porque al elevarla pareció que no
terminaba nunca de erguirse.
«Peléate
conmigo… si puedes».
Ahora
entendía por qué aquel era el único tío que había accedido a someterla. Estaba
tan seguro de su superioridad física que no había tenido reparo en aceptar el
reto. Y aun así la había drogado por si acaso.
La cargó
hasta un lugar con eco, como un recibidor, y le oyó pulsar un botón,
probablemente un ascensor.
«¿Tan
seguro está de que nadie le pillará conmigo en esta situación? ¿Y si algún
vecino coge el ascensor? O aparece alguien en el garaje…»
Ella estaba
cansada y le costaba respirar porque, además de la mordaza y la máscara, el
hombro de aquel bestia se le clavaba en el estómago. No tenía ánimos ni para
tratar de zafarse. Pataleó un poco, por el qué dirán, pero él le dio un fuerte azote
y acto seguido entró en el ascensor que con un alegre tintineo abrió sus
puertas.
Subió y
subió y subió. ¿Siete pisos? ¿Ocho? Salió. No parecía haber nadie en el
edificio por la ligereza con que se paseaba con ella cargada al hombro por los
pasillos. Oyó cómo él abría una puerta de seguridad, de huella, y ya sólo el
olor a madera y la subida de temperatura al entrar en esa sala, supo que ya no
tenía escapatoria: estaban en algún lugar privado.
La descargó
y la dejó tirada en el suelo, bocabajo.
Le oyó
moverse por el piso, coger cosas o dejarlas…
Ella
intentó arrastrarse, desliarse… cuando era pequeña le resultaba fácil salir de
las ataduras de sus hermanos, pero aquello era muy distinto, eran nudos
preparados a conciencia.
El hombre
se acercó, se quedó de pie a su lado y sólo se inclinó sobre ella para quitarle
la mordaza. Laura escupió toda la baba que se le había acumulado y movió la
mandíbula para desentumecerla.
—¡Suéltame,
hijo de puta! ¡Suéltame!
Él la pisó
la cabeza. Podía notar la presión en la sien a través de la máscara y la suela
de goma clavándose en su mejilla, la cara aplastada contra el suelo. Gritó como
pudo a través de los labios apretujados.
—Cállate,
puta estúpida. No haces más que lloriquear.
La cogió de
las cuerdas que se enredaban en su espalda y la arrastró por el suelo a unos
metros más allá.
—¡Suéltame
joder! ¡Que me sueltes!
Él se
apartó un momento y volvió. Apoyó algo en su brazo derecho y le dio una
descarga eléctrica. Ella Gritó.
Lo volvió a
apoyar en su omóplato izquierdo. Descarga. Luego en una pierna, después en la
nalga izquierda, en la planta del pie, en la otra pierna…
Aunque no
eran descargas muy fuertes los chispazos hacían que gritase de dolor mientras
se contorsionaba.
—¡No por
favor, no!
Le oyó una
risilla, una burla.
Se separó
de ella y Laura sintió cierto alivio de que hubiese parado, pero estaba
angustiada, dolorida por las descargas, con los brazos entumecidos.
Cuando
regresó se colocó a horcajadas sobre sus piernas y le puso algo en los
tobillos, unas correas o una tobillera. Se levantó y cuando volvió, en la misma
posición, le enganchó a la tobillera izquierda una barra de metal.
—¡No,
suéltame! —dijo moviendo enérgicamente los pies.
—¿Otra vez?
Le soltó la
pierna y se sacó de un bolsillo aquella cosa y le dio una descarga larga en el
muslo derecho.
Ella gritó
de dolor.
—¿No te
gusta?
Y le dio
otra en el muslo izquierdo. Se volvió a guardar el taser y siguió manipulando
la barra en el tobillo. Sacó un cúter y cortó las cuerdas que mantenían unidos
los muslos y los separó a la fuerza.
Laura tenía
las piernas adormecidas y doloridas y no paraba de llorar por la impresión. Aun
así, movió la pierna derecha para que no la enganchara a la barra. Él hincó una
rodilla en su muslo derecho y del dolor que le produjo no pudo moverla más, así
acabó fijándole el hierro al tobillo. El metal era extensible, regulable. El tipo
hizo algunos ajustes y lo abrió del todo.
Ahora tenía
las piernas abiertas de forma obscena y totalmente indefensa.
El hombre
se levantó y se alejó. Laura, entre sus propios gemidos, oyó algo extraño, como
un mecanismo que se activase y se moviese sobre su cabeza. Luego un sonido de
cadenas que se movían sobre ella y que notó al momento que caían poco a poco
sobre su espalda.
El tipo
cogió la cadena y con un mosquetón se lo enganchó a los nudos que ella tenía
entre las muñecas.
—¿Qué me…?
Iba a
preguntar qué le iba a hacer, pero se dio cuenta al momento de que él no le
contestaría.
Entonces la
cadena volvió a subir con ese ruido de poleas, hasta el punto de que sus
brazos, atados hacia atrás, se quedaron en una postura antinatural y dolorosa.
Ella gritó e intentó hincar las rodillas para elevarse, pero la barra de los
tobillos lo hacía muy complicado.
—¡Levanta!
—le bramó él.
Ella lloró
y lo intentó, pero le fue imposible.
—No puedo
—babeó—, no puedo…
Estuvo así
un par de minutos, peleándose con la gravedad y sus miembros que le dolían y no
respondían.
Finalmente,
harto de esperar, él resopló y la cogió de las correas de la espalda y la puso
de pie. Después se puso delante de ella y agarrándola del cuello le dio una
bofetada.
—Menudo fondo
físico de mierda que tienes.
La escupió
en la cara, junto a la boca, y ella se revolvió asqueada. Entonces él volvió a
sujetarla y a escupirla. Él le restregó la saliva con la mano y le obligó a
abrir la boca para metérselo dentro. Le metió media mano dentro de la boca
hasta que a ella le dieron arcadas.
—Abre la
boca —dijo cuando le sacó la mano. Como no obedeció la agarró del cuello y la
abofeteó— ¡Que abras la puta boca!
Ella
llorando obedeció y él le escupió en la boca de nuevo.
—Vamos,
traga.
Le lamió la
cara repasándole los labios, el cuello y las mejillas con dedicación.
Jugueteando con la lengua de forma obscena.
Ella
cerraba los labios con fuerza y trataba de apartarse, pero estaba bien sujeta. Lo
más terrible de todo era que su propio cuerpo la traicionaba. Aquello le daba
un asco atroz pero su sexo no paraba de humedecerse.
Al final se
separó de ella, que quedó desolada a la espera de ver qué más podía pasarle.
Volvió a
oír la máquina y las poleas, y las cadenas volvieron a subir. Pronto tuvo que
inclinarse hacia adelante, forzada, porque si no los brazos volvían a quedar en
un ángulo doloroso, y esto hizo que su postura fuese indecente: con las piernas
abiertas y el cuerpo echado hacia adelante.
Él se
acercó y le puso algo junto a la oreja, lo hizo sonar: unas tijeras, abriéndose
y cerrándose.
—Cuidadito
—le pasó la punta a lo largo del brazo en tensión, de abajo a arriba, apretando
y haciéndole un pequeño arañazo. Le restregó la hoja por el hombro, lo que le
dio una idea del gran tamaño de aquellas cuchillas, y bajó por su garganta y
hasta el escote—. ¿Te sobra algún pezón?
Ella se
revolvió, «¡no, por favor!», y lloró. Aquella pregunta la había asustado de
verdad. ¿Y si era capaz?
Él soltó
una risita sibilina.
—Tranquila.
Por ahora tus pezones me hacen falta.
Se fue a su
parte de atrás, a su trasero, le levantó la falda, le dio un azote bien fuerte
y empezó a restregarle el canto de las tijeras por el culo, luego más hacia
adentro, hacia el ano, luego hacia su sexo, empezó a frotarlo con ellas.
—Esto te
pone.
—¡No, para
por favor, para!
Pero no le
hizo caso. Siguió frotándoselas sobre el tanga y, a su pesar, la caricia del
metal era agradable.
—Para por
favor… —lloró.
Él la dio
otro azote y le sobó el culo mientras seguía frotándole con aquel peligroso
instrumento. Al poco retiró las tijeras y empezó a cortar el vestido.
Aquella
ropa era de su madre… un pensamiento absurdo, sobre cómo iba a justificar haberlo
roto, se le cruzó por la cabeza y se fue tan rápido como vino: después de todo
lo que le estaba pasando, el vestido era el menor de sus problemas.
Cuando cortó
la prenda hasta las cuerdas de su espalda directamente cogió la tela y la rasgó
de un tirón. Ella dio un grito. Su espalda quedó al descubierto, él se
aproximó, pegó la erección a su trasero y se inclinó para cortar los tirantes.
Se frotó un poco con ella, dejando que notase su polla a través de los pantalones.
Ella gimió a su pesar. Después él tiró de los girones que quedaban de la
prenda, sacándola de las cuerdas y dejándola en ropa interior.
Le dio
tironcitos suaves del tanga, de tal manera que eso presionaba su coño con
delicadeza. Repasó el recorrido de la tira central con un dedo, rozando con su
nudillo su ano, luego sus labios humedecidos, su clítoris…
—Putita
mentirosa —dijo al tiempo que restregaba los nudillos por su coño mojado. Ella
gimió… de placer e impotencia. Se revolvió, pero la tenía bien sujeta—. Tienes
ganas de polla.
—¡No, por
favor, no! —dijo moviéndose, intentando zafarse de sus dedos.
Él retiró
la mano y con las tijeras cortó el tanga a la altura de las dos caderas. Se lo
sacó, dejándola en aquella postura indecente con el ano y el sexo expuestos, en
total indefensión.
Se apartó
de ella un momento y cuando volvió se puso delante de ella. Le restregó el
tanga mojado por la cara, oliendo sus propios fluidos. Trató de apartar la
cara, pero él la sujetó.
—Abre —dijo
presionando la prenda contra su boca—. ¡Que abras, zorra!
Con asco
abrió la boca y él le metió todo el tanga, con su sabor salado, para después
ponerle cinta por encima y rodearle la cabeza con ella, lo que la mantendría
amordazada con ello en la boca.
Ella lloró
de impotencia.
Cuando él
volvió le oyó agitar una cosa, como un bote, para después, cruelmente,
introducirle algo en el ano, una boquilla alargada, y notó que de ella salía un
líquido viscoso, como un gel. Lo sacó y acto seguido empezó a presionar con
algo gomoso, para después introducirlo poco a poco. Aquella cosa era larga, no
demasiado gruesa, pero que le provocaba calambres en el esfínter al dilatarlo.
Ella gritó,
a través de la sucia mordaza, por el dolor y la humillación.
Había
tenido sexo anal otras veces y sabía cómo dilatar el ano para que no doliera,
pero aquello se le hacía muy difícil. Era como un quiero y no puedo. Por un
lado, las sensaciones eran placenteras, aunque dolorosas, por otro estaba en
shock con lo que le estaba ocurriendo y se resistía a ceder ante esa
degradación por mucho que le excitase.
Él la estuvo
violando con aquella cosa, aquel dildo, durante un buen rato y ella no podía
evitar gemir y gritar.
—¿Te gusta,
perra? Esto te gusta ¿verdad?
Ella negaba
y chillaba y lloraba.
En un
momento dado él se puso a su costado izquierdo, la agarró firmemente de la
cadera con un brazo y siguió violándola con aquel dildo, esta vez más rápido.
—Toma,
puta, toma.
Le sacó el
dildo y cuando pensó que había terminado se lo metió en el coño y la violó a un
ritmo frenético, haciendo círculos en ocasiones, moviéndolo arriba y abajo de
forma brusca. Sus líquidos salían a borbotones, hasta el punto de que en un
momento dado pensó que se había meado encima.
Aquello era
una tortura. Ella intentaba zafarse, pero era imposible. Cuando estaba
asfixiada con su propio llanto y pensó que se iba a desmayar, él paró.
Se alejó.
Oyó, entre sus propios sollozos, cómo arrastraba una cosa muy pesada y la ponía
a su lado. La giró y le apoyó el pecho en aquella cosa, como un mueble con una
superficie muy delgada, como una madera. No lo supo identificar. Le pasó una
cuerda por la nuca y la amarró a algún sitio.
Oyó las
poleas que bajaban las cadenas y sus brazos recuperaron dolorosamente una
posición más normal. Él soltó una de sus manos cortando las cuerdas, pero,
aunque ella pensaba que por fin la iba a liberar, le puso una muñequera y le
estiró el brazo. La rotación del hombro de una postura a otra le provocó un
dolor atroz. Trató de revolverse, pero tenía el cuello sujeto y el brazo no le
respondía, estaba dormido. Hizo lo mismo con el otro brazo y también sintió
dolor. Se recriminaba no poder mover los brazos ahora que estaban libres, cosa
que no duró mucho tiempo. Al terminar de ponerle la otra muñequera unió ambas
con un mosquetón y enganchó a este la cadena, que volvió a subir. Le cortó la
cuerda del cuello y volvió a elevar la cadena, lo que la dejó estirada,
sujetándose con las puntas de los pies separados por la barra.
Él se le
acercó y le soltó la barra de uno de los pies, pero ella ya no tenía ánimo ni
para patearle. Le cogió la pierna libre con una mano y con el otro brazo la
agarró de la cadera y la elevó, acercándola a aquel extraño mueble que,
aterrada, cuando ya estaba encima, supo identificar: era un caballo de castigo.
Aquella cosa era un armazón con tablas dispuestas en pirámide y que acababa en
forma de cuña. La finalidad de aquel instrumento de tortura era la de provocar
dolor en los genitales sentándola encima.
Ella se
revolvió desesperada y de improviso él le dio un mordisco en el brazo, lo que
la hizo aullar de dolor. Le estiró la pierna y le enganchó rápidamente la
tobillera a una argolla que estaba muy arriba, tras ella, casi a la altura de
su trasero. Ella intentó mantenerse elevada apoyando el otro pie, el que tenía
aún la barra enganchada, en la estructura de madera. Él se acercó para quitarle
la barra y ella intentó zafarse, lo que provocó que él en represalia la
agarrase del hombro y le clavase el pulgar en la axila.
—¡Estate
quieta, coño!
Le quitó la
barra, la encajó correctamente en el potro y le amarró la otra tobillera a su
correspondiente argolla.
Ella
gritaba de dolor. Aquella cosa se le clavaba en el sexo, el perineo y el ano
con todo el peso de su cuerpo. Él en ocasiones le separaba una pierna para que
no pudiera hacer fuerza con los muslos para elevarse. El dolor era terrible.
La agarró
de la cadera con las manos y le frotó el sexo contra aquella cosa. Fue una
sensación entre agónica y placentera, dado que el clítoris se frotaba contra
ello. Él mismo, en un momento dado, le frotó el clítoris con los dedos, se lo
pellizcó con suavidad.
—Te gusta
¿eh?
Ella
gritaba y lloraba. Le dolía tanto… y sí, le gustaba. Le abochornaba admitirlo,
pero aquello era abrumador y erótico.
Él volvió
con las tijeras y terminó de cortar las cuerdas que le quedaban en el pecho… y
luego el sujetador. Cortó por delante y sus pechos emergieron, respingones al
aire. Notarlos desnudos le provocó una sensación de indefensión y lujuria al
mismo tiempo.
Él terminó de
cortar las tiras y lo retiró. Empezó a masajearlos suavemente.
—Ufff… qué
tetitas…—le acariciaba los pezones y los pechos con cuidado como si fuesen un
pajarillo. Estuvo así un rato hasta que se inclinó y empezó a lamérselos, a
repasar los pezones con la lengua húmeda con delicadeza—. Qué tetitas más
ricas… mmmm…
Ella estaba
en un paroxismo. Por un lado, el dolor de su entrepierna, por otro aquellas
caricias tan sensuales la estaban volviendo loca. Echó la cabeza hacia atrás y
exhaló profundamente, mezcla entre gemido de placer y gruñido de desesperación.
Él se
separó de ella de nuevo y al volver empujó un poco su cadera y le metió un
dilatador lubricado por el culo. Ahora estaba sentada sobre aquello, lo que le
provocaba aún más dolor, forzándole el ano.
—Si esto te
duele, verás ahora.
Se acercó y
empezó a azotarla con algo plano, como una lengüeta.
El dolor de
los brazos y del sexo pasó a estar en un segundo plano. Se podría decir que se
acomodó a ello y ya no le molestaba tanto. Pero los azotes con aquella cosa
eran criminales. En la espalda, en los brazos, en las nalgas, en el culo,
incluso alguno en las tetas… Dejaba pasar un corto espacio de tiempo entre uno
y otro, lo justo para dejarla coger aire sin que se acomodara. Pero seguía y
seguía… y era más la frustración de no haber conseguido encajar un golpe con el
siguiente lo que la llevo a gritar y revolverse violentamente en un momento
dado.
Él paró y,
acercándose a ella, empezó a quitarle la mordaza.
—A ver qué
tienes que decir.
—Me duele
mucho —dijo llorando cuando hubo escupido el tanga—. Por favor…
—¿El qué?
¿Esto?
Y la azotó
otra vez.
—¡Por
favor! ¡No!
Ella siguió
llorando y suplicando mientras él no la hacía ni caso. Ahora que no tenía la
mordaza sus gritos de dolor se extendían por toda la sala y a ella le sonaban
ajenos, como si no saliesen de ella. Al poco paró y le tocó las tetas.
—¿Esto sí
te gusta?
—No, por
favor.
—¿No?
¿Prefieres esto? —y volvió a azotarla varias veces.
—¡No!¡No!
—Dime qué
prefieres. Una cosa o la otra.
Ella lloró,
ante la tesitura de tener que contestar, de tener que humillarse.
—No me
pegues más, por favor.
—¿Prefieres
que te toque las tetitas?
Lloriqueó,
no se atrevía a contestar. Él le dio un azote.
—¡Contesta!
—Sí, sí… no
me pegues más, por favor.
—Pues dilo.
«Tócame las tetitas, por favor».
Como
tardaba en decirlo le dio otro azote y ella dio un grito.
—Tócame las
tetas, si quieres, me da igual… no me pegues…
—Así no,
¿no me escuchas, putita de mierda? Di «tócame las tetitas, por favor». ¡Dilo!
Y la azotó en
el culo tan fuerte que le dejó una marca. Lo notaba enrojecido, en carne viva,
y lloró.
—Tócame las
tetitas, por favor —soltó entre balbuceos.
—¡Mas
fuerte! —dijo acompañado de un azote similar en la otra nalga.
—¡Tócame
las tetitas! —gritó frustrada.
—¡Por
favor! —y azotó una pierna.
—¡Tócame
las tetitas, por favor!
—Así sí.
Le oyó como
soltaba aquella disciplina y se volvía a acercar. Entonces tomó sus tetas entre
las manos y comenzó a masajearlas, suavecito, con pequeños pellizcos eróticos
que le arrancaban sin querer gemidos.
—¿Te gusta
putita?
Ella negó.
No iba a admitir jamás que aquello era tan delicioso como cruel.
—¿No?
¿Prefieres esto? —y con un cambio violento le agarró las tetas y se las
estrujó. Le pellizcó los pezones con fuerza.
Ella gritó
desesperada por el dolor, se revolvió.
—¡No, no,
no!
—Dime qué
prefieres —dijo con las manos aún en sus tetas. Como tardaba en contestar
empezó a pellizcar el pezón—. Contesta, zorra.
—Suave, por
favor, suave…
—¿Así?
Y volvió a
acariciarla, pasando las yemas de los dedos por todo el pecho, con una
delicadeza exquisita.
—Sí, así.
—¿Te gusta,
zorrita? ¿Te pone mojada?
Ella
lloriqueó de vergüenza, pero por temor a represalias contestó.
—Sí.
—Mmmm… a
ver… —soltó uno de sus pechos y bajó la mano a su sexo, cosa que le dio placer
y al mismo tiempo aprensión— estas muy mojadita —le dijo susurrándola frente a
su boca—. Di que eres una putita —ella negaba con furia—. Dilo. Di que eres una
putita. Si lo dices te suelto —dijo mientras la masturbaba—. Dilo.
—Soy una
putita —se rindió.
—Más alto.
—¡Soy una
putita! —gritó.
—Está bien.
Abre la boca.
Le metió
los dedos con los que la había masturbado y le obligó a chuparlos.
—Así, muy
bien.
Se apartó
de ella y empezó a soltarla: un pie, luego otro, luego la bajó del caballo de
tortura.
La
sensación al estar apoyada en el suelo era extraña, como si sus piernas no
acertaran a cerrarse y su cadera se fuese a desmoronar.
La enganchó
con un brazo por la cintura y, aún colgada de los brazos, la empujó a otra
parte de la habitación, como si aquellas cadenas se moviesen por railes. La
puso contra el borde de una mesa y la obligó a abrir las piernas.
—¡Has dicho
que me soltarías!
Ya no tenía
fuerzas ni para intentar zafarse, y su espíritu se había quebrado. De pronto
sabía que lo obedecería con tal de que la soltase. Haría lo que fuera. Eso… y
que estaba tan cachonda que sólo le apetecía obedecer. Jamás le pediría a aquel
tipo que la tocase, no por propia voluntad o deseo, pero estaba segura de que
si la violase lo disfrutaría. Notaba el sexo hinchado, acalambrado de
excitación. Si la mandaba para su casa en ese momento lo haría muy frustrada.
Él cogió la
tobillera izquierda y la ató a una pata de la mesa, y luego hizo lo propio con
la derecha.
—¡Me ibas a
soltar! —lloriqueó.
—Y te he
soltado. ¿O es que quieres volver al potro?
—¡No, no!
—Entonces
cállate.
Bajó las
cadenas y las soltó de sus manos, pero al momento tiró de las muñequeras y las
enganchó con unas cuerdas a algún punto del otro lado de la mesa, lo que hizo
que ella quedase inclinada, recostada en la mesa, expuesta de nuevo con las
piernas abiertas.
—¡No, por
favor! No puedo más…
Entonces él
hizo algo que la sorprendió. Le colocó algo, una cosa gomosa, pegada al sexo.
Aquella cosa, como un pulpo de silicona blanda, se adhería a sus labios y al
pubis. En un momento dado lo puso en funcionamiento y aquello empezó a vibrar,
a succionarle el clítoris con pequeños toquecitos, a retorcer sus tentáculos
entre los labios.
—¿Te gusta,
zorra?
Ella
gimoteaba, se retorcía como intentando zafarse de un placer que la humillaba,
la rebajaba a ser un animal sometido por bajos instintos.
—No, no,
para por favor, no…
Él rio.
Paró el aparato, probablemente con un mando, y se acercó a ella. Le metió los
dedos en el coño, masturbándola. Aquellos dedos le arrancaban gemidos, a su
pesar.
—Yo creo
que sí que te gusta.
—No… no…
por favor… —dijo ya poco convencida.
Él sacó los
dedos empapados y se los metió en la boca, ella los chupó, casi sin que él la
obligase, aunque su otra mano le sujetaba la cabeza y movía los dedos dentro y
fuera.
Volvió a
masturbarla y aunque trataba de disimular, ya sus gemidos eran descarados.
—Saca la
lengua.
Ella
obedeció y empezó a lamerle los dedos.
Él se echó
a reír. Era una risa sexy.
—Ufff… cómo
me estás poniendo.
Fue a por
algo y se puso tras ella. Laura, ya totalmente subyugada, se emocionó pensando
que iba a penetrarla.
Le sacó el
dilatador del ano, cosa con lo que ella no contaba, y le metió la boquilla de
aquel bote de gel para llenarle el culo de lubricante.
—¡No por
favor, no!
—Mmmm… sí,
yo creo que sí.
Le oyó
desabrocharse la bragueta y bajarse el pantalón. Se echó más lubricante en la
polla y, tras dejar el bote, se acercó a ella con decisión.
—¡No, no,
no! ¡Joder, no!
Él apoyó la
punta, el glande en el ano medio dilatado y empezó a presionar.
—¡Ah,
duele!
El dildo
con el que la había violado y el dilatador que le había puesto, no eran tan
gruesos como aquel falo que poco a poco se iba abriendo camino. La polla fue
entrando poco a poco mientras ella gritaba de dolor y él gruñía de placer.
—¡Oh, sí,
qué gusto, oh, qué apretadito, mmmm…!
Ella
gritaba. Los calambres y la presión de aquel miembro metido en su culo le
provocaban un dolor terrible… y también placer, el agradable sometimiento de
ser follada.
—No, no… —gimió,
ya sin convicción.
Empezó a
bombearla, primero despacito, ella gritaba de la impresión mientras su cuerpo
se acomodaba a tener la polla en su trasero.
—¡Qué
culito más rico!
De pronto
paró. Le sacó el falo y lo oyó quitarse los pantalones y coger algo en la mesa.
Laura, que
respiraba con fuerza, que le dolía el pecho de tanto llorar, de pronto se
sintió desilusionada de que hubiese parado. Sin embargo, no tardó en regresar. Le
dio unos pollazos en el trasero y volvió a echarse gel en el pene y a
apuntalarlo en su culo.
—Así… bien
lubricadito… qué gusto.
Esta vez la
polla entró sin esfuerzo, resbaladiza y con el ano bien dilatado, aunque a ella
le dolía, la sensación era más de placer que de dolor.
La agarraba
de las caderas y le daba azotes en el culo, mientras el ritmo de su bombeo era
lento, sensual, pero constante.
Poco a poco
los gritos de ella, sus peticiones de que parase, se fueron convirtiendo en
gemidos, gritos y gruñidos de placer.
—¿Te gusta,
puta? ¿Te gusta que te folle? —ella no contestó, apenas podía dejar de gritar y
gemir. Él le dio un azote— Si dices que te gusta te pongo el vibrador. Vamos,
di que te gusta, guarra.
—Sí —cedió
al fin—, me gusta, me gusta…
—Pídeme que
te folle.
Ella casi
no podía respirar, estaba en el paroxismo del placer, el dolor y el sometimiento.
—¡Ah,
fóllame, ah, fóllame!
Él paró, se
arrimó más a ella y meneó la cadera, penetrándola profundamente, hasta el punto
de que sintió sus huevos en el trasero, la azotó de nuevo. Paró un momento y
manipuló el mando del vibrador que empezó a succionarla y a moverse en su sexo,
provocándole un placer intenso y delirante.
Entonces él
empezó a bombearla más rápido mientras ella chillaba, aullaba de placer.
—¿Te gusta,
guarra, te gusta?
—¡Sí, sí,
ah, fóllame!
—Toma puta,
toma polla…
Los gemidos
y alaridos de ambos se entremezclaban. Ella sintió que se rendía, que su sexo
llegaba al paroxismo, se contraía y estallaba en un orgasmo apoteósico. Gritó
pidiendo más y él la bombeó más rápido, de forma animal.
—Joder,
puta, qué gusto, qué guarra eres…
Aquel
vibrador seguía succionándola y haciéndola gozar, lo que hizo que se corriera
otra vez y empezara a revolverse de un placer extremo que no podía parar. Se
meó encima de goce, por la vibración insistente y dolorosa, y los fluidos
corrían por sus piernas.
—Me corro
en tu culo, puta, me corro… ¡Qué gusto!
Él llegó al
climax embistiéndola con violencia al tiempo que ella sentía que el mundo
entero la atravesaba, provocándola un placer brutal, con gritos inhumanos que
salían de su garganta.
Una
embestida más, luego otra. Despacio.
Entonces,
él paró. Le sacó el miembro y ella notó como su ano dolorido palpitaba,
boqueaba adaptándose, pidiendo que lo llenaran de nuevo.
Él le dio
otro azote y paró el vibrador. Se movió por la sala, le oía jadear y respirar
hondo mientras ella hacía lo propio y trataba de recobrar la compostura. Ahora
ya le daba igual todo. Si por ella fuera el universo podía irse a la mierda. Él
podría hacerle lo que fuera, le daba igual.
Notó como
él volvía a acercarse. Le abrió la cremallera en su cabeza, el velcro y de un
tirón retiró la capucha.
No quería
mirar. No se atrevía. Apoyó la cara sudada en los brazos y se restregó la
nariz. Abrir los ojos iba a ser un esfuerzo titánico; primero porque debía poco
a poco adaptarse a la luz, segundo porque la magia de no ver nada se disolvería
y sabría dónde se encontraba y qué cara tendría el hombre que le había regalado
el mejor orgasmo de su vida.
Abrió poco
a poco los ojos y se enfrentó a la luz. En su campo de visión sólo estaban sus brazos,
pero a la izquierda, por el rabillo del ojo, pudo ver el brazo de él, al lado
del suyo, él estaba reclinado en el otro lado de la mesa. Era un brazo
musculoso y grande, digno del tipo que la había manejado como si fuese una
muñeca de trapo. Pudo ver el suelo de madera y más apartado el caballo de
tortura, un potro y una pared llena de disciplinas.
Se atrevió
a levantar poco a poco la vista y en su campo apareció un pecho muy ancho y
musculado, con un tatuaje de una rueda, y más arriba una cara, que la observaba
pacientemente apoyando el mentón en el puño contraído, como si aquello le
resultase aburrido.
No era la
cara que esperaba. Aquel era un tipo joven, tal vez treinta años, si llegaba,
con melenita rizada negra, guapo a rabiar, y los ojos de un azul intenso que la
intimidaban con desdén. Casi estaba decepcionada.
Se echó a
reír y bajó la mirada.
—¿De qué te
ríes? —dijo él en un tono sensual y divertido.
En su voz
ya no quedaba gran cosa del tono autoritario, violador y amenazante. Era como
el contraste entre las caricias suaves y sensuales que le había regalado, y los
brutales golpes que le había administrado. El yin y el yan.
—De nada…
es sólo que te esperaba de otra manera. Más viejo, supongo.
—¿Más
viejo? ¿Por?
Ella rio
nerviosa, sin atreverse a mirarle.
—Porque
esto se te da de puta madre.
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